miércoles, 28 de abril de 2010

फ्रयूद 2

14ª CONFERENCIA.

EL CUMPLIMIENTO DE DESEO



Señoras y señores: ¿Debo recordarles el camino que hemos dejado atrás? ¿Cómo en la aplicación de nuestra técnica tropezamos con la desfiguración onírica, acordamos soslayarla primero y recogimos en los sueños infantiles las referencias decisivas sobre la esencia del sueño? ¿Y cómo después, armados con los resultados de esta indagación, abordamos directamente la desfiguración onírica y -así lo espero- la vencimos paso a paso? Ahora bien, tenemos que confesarnos que lo hallado por un camino y lo hallado por el otro no coinciden del todo. Se nos plantea la tarea de componer esos dos hallazgos y ajustarlos uno al otro.

Desde ambos lados resultó que el trabajo del sueño consiste esencialmente en la trasposición de pensamientos a una vivencia alucinatoria. ¿Cómo puede acontecer eso? He ahí algo bastante enigmático, pero es un problema de la psicología general que no ha de ocuparnos aquí. Por los sueños infantiles averiguamos que el trabajo del sueño* se propone eliminar, mediante un cumplimiento de deseo, un estímulo anímico perturbador del dormir. De los sueños desfigurados no pudimos enunciar nada parecido antes de que supiéramos interpretarlos. Pero desde el comienzo esperábamos poder introducir los sueños desfigurados dentro de la misma perspectiva que obtuvimos para los infantiles. La primera confirmación de esta expectativa fue la intelección de que en verdad todos los sueños ... son sueños de niños, trabajan con el material infantil, con mociones anímicas y mecanismos infantiles. Ahora que consideramos haber vencido la desfiguración onírica, tenemos que emprender esta otra indagación: averiguar si la concepción de los sueños como cumplimiento de deseo tiene validez también para los desfigurados.

Poco antes sometimos a la interpretación toda una serie de sueños, pero omitimos por completo el cumplimiento de deseo. Estoy seguro de que muchas veces ustedes se vieron asediados por esta pregunta: ¿Dónde queda entonces el cumplimiento de deseo, que supuestamente es la meta del trabajo onírico? Esta pregunta es importante; en efecto, esto es lo que plantean nuestros críticos legos. Como ustedes saben, la humanidad tiene una tendencia instintiva a defenderse de las novedades intelectuales. Entre las exteriorizaciones de esa tendencia se cuenta la de reducir enseguida al mínimo el alcance de una novedad así, comprimiéndola si es posible en un lema. El cumplimiento de deseo es el lema escogido para la nueva doctrina del sueño. Los legos preguntan: ¿Dónde está el cumplimiento de deseo? Cuando escuchan que el sueño sería un cumplimiento de deseo, enseguida plantean esa pregunta y la responden por la negativa. Al punto se les ocurren incontables experiencias oníricas propias en que al soñar se anudó un displacer y aun una grave angustia; así la aseveración de la doctrina psicoanalítica del sueño se les hace bastante inverosímil. Fácil nos resulta responderles que el cumplimiento de deseo no puede ser evidente en los sueños desfigurados: hay que buscarlo primero. Por tanto, no es posible indicarlo antes de interpretar el sueño. Sabemos también que los deseos de estos sueños desfigurados son deseos prohibidos, rechazados por la censura; su presencia, justamente, fue la causa de la desfiguración onírica y el motivo para la intervención de la censura. Pero a los críticos legos es difícil hacerles admitir que antes de la interpretación del sueño no es lícito preguntar por el cumplimiento de deseo. Olvidan esto siempre, una Y otra vez. Su actitud negativa frente a la teoría del cumplimiento de deseo no es en verdad otra cosa que una consecuencia de la censura onírica, un sustituto y una emanación de la negativa con que tropezaron estos deseos oníricos censurados.

Desde luego, tendremos necesidad de explicarnos la existencia de tantos sueños de contenido penoso y, en particular, los sueños de angustia. Tropezamos aquí por vez primera con el problema de los afectos en el sueño, que merece por sí solo un estudio, pero del que desgraciadamente no podemos ocuparnos. Si el sueño es un cumplimiento de deseo, no podría incluir sensaciones penosas; en esto los críticos legos parecen tener razón. Pero es preciso tener en cuenta tres clases de complicaciones en que ellos no han reparado.

En primer lugar: puede ocurrir que el trabajo del sueño no logre plenamente crear un cumplimiento de deseo, de suerte que una parte del afecto penoso de los pensamientos oníricos quede pendiente y añore en el sueño manifiesto. El análisis tendría que mostrar entonces que esos pensamientos oníricos eran todavía más penosos que el sueño conformado a partir de ellos. Y eso es lo que en todos los casos puede demostrarse. Convenimos, entonces, en que el trabajo del sueño no ha alcanzado su fin, tal como el sueño de beber, provocado por un estímulo de sed, no logra su propósito de extinguirla. Uno sigue sediento y se ve forzado a despertarse para beber. No obstante, era un sueño cabal, no había resignado nada de su esencia. Tendríamos que decir: Ut desint vires, tamen est laudanda voluntas . Al menos el propósito, que claramente se reconoce, sigue siendo digno de alabanza. Tales casos de fracaso no son nada raros. Contribuye a ello el hecho de que para el trabajo del sueño es mucho más difícil alterar el sentido de los afectos que el de los contenidos; los afectos suelen ser muy resistentes. Hay casos en que el trabajo del sueño ha logrado refundir el contenido penoso de los pensamientos oníricos en un cumplimiento de deseo, mientras que el afecto penoso se abre paso todavía inalterado. En tales sueños el afecto para nada condice con el contenido, y nuestros críticos pueden decir que a tal punto el sueño no es un cumplimiento de deseo, que en él un contenido inofensivo puede sentirse como penoso. A este despropósito objetaremos que la tendencia del trabajo del sueño al cumplimiento de deseo sale a la luz de la manera más nítida justamente en los sueños de esa índole, porque está aislada. El error proviene de que el que no conoce las neurosis imagina demasiado íntimo el enlace entre contenido y afecto, y por eso no puede concebir que un contenido se retoque sin que la exteriorización de afecto correspondiente se altere también.

Un segundo factor, mucho más importante y que cala más hondo, descuidado igualmente por los legos, es el siguiente. Un cumplimiento de deseo tendría sin duda que brindar placer, pero también cabe preguntar: ¿a quién? Desde luego, a quien tiene el deseo. Ahora bien, sabemos que el soñante mantiene con sus deseos una relación sumamente particular. Los desestima {verwerfen}, los censura; en suma, no le gustan. Por tanto, un cumplimiento de ellos no puede brindarle placer alguno, sino lo contrario. La experiencia muestra entonces que eso contrario, que hemos de explicar todavía, entra en escena en la forma de la angustia. Por consiguiente, en su relación con sus deseos oníricos, el soñante sólo puede ser equiparado a una sumación de dos personas, que, empero, están ligadas por una fuerte comunidad. En lugar de toda una serie de ulteriores puntualizaciones, les ofrezco un conocido cuento en que reencontrarán idénticas relaciones. Un hada buena promete a una pareja pobre, marido y mujer, el cumplimiento de los tres primeros deseos que se les ocurran. Eso los llena de dicha y se proponen escoger con cuidado los tres deseos. Pero la mujer se deja seducir por el aroma de unas salchichas que cocinan en la choza vecina, y desea para sí un par de salchichas como esas. Y volando están ellas ahí; es el primer cumplimiento de deseo. Entonces el marido se enoja y en su ira desea que las salchichas le queden a su mujer colgadas de la nariz. También esto se consuma, y las salchichas no pueden removerse de su nuevo lugar; he ahí el segundo cumplimiento de deseo, pero el deseo fue del hombre: a la mujer no le gusta nada ese cumplimiento de deseo. Ya saben cómo sigue el cuento. Puesto que los dos en el fondo son uno, marido y mujer, el tercer deseo tiene que ser que las salchichas se aparten de la nariz de la mujer. Podremos aplicar este cuento muchas veces en otros contextos; aquí nos sirve sólo como ilustración de la posibilidad de que el cumplimiento de deseo de uno pueda significar displacer para el otro cuando los dos no están de acuerdo entre sí.

Ahora no nos resultará difícil llegar a una comprensión todavía mayor de los sueños de angustia. Sólo tendremos que utilizar una observación y decidirnos después a aceptar un supuesto en cuyo apoyo pueden aducirse muchas cosas. La observación es que los sueños de angustia a menudo tienen un contenido despojado de toda desfiguración; por así decir, se ha sustraído: de la censura. El sueño de angustia es muchas veces un cumplimiento no disfrazado de deseo, no desde luego el de un deseo admisible, sino el de uno reprobado. La angustia desarrollada ha ocupado el lugar de la censura. Mientras que del sueño infantil puede enunciarse que es el cumplimiento franco de un deseo permitido, y del sueño desfigurado común, que es el cumplimiento disfrazado de un deseo reprimido, al sueño de angustia sólo le conviene esta fórmula: es el cumplimiento franco de un deseo reprimido. La angustia es el indicio de que el deseo reprimido ha resultado más fuerte que la censura, le ha impuesto su cumplimiento de deseo o estuvo a punto de hacerlo. Concebirnos que eso que para él es cumplimiento de deseo, para nosotros, que nos situamos del lado de la censura onírica, sólo puede ser ocasión de unas sensaciones penosas y de la defensa. La angustia que entonces emerge en el sueño es, si lo prefieren, una angustia frente a la fuerza de estos deseos ordinariamente sofrenados {Niederhalten}. ¿Por qué esta defensa emerge en forma de angustia? No se lo puede colegir del estudio del sueño solo; se requiere, es evidente, estudiar la angustia en otros lugares.

Lo mismo que es válido para los sueños de angustia no desfigurados, tenemos derecho a suponerlo también para los que han experimentado una cuota de desfiguración y para los otros sueños de displacer cuyas sensaciones penosas probablemente corresponden a aproximaciones a la angustia. El sueño de angustia es, por lo común, un sueño de despertar; solemos interrumpir el dormir antes de que el deseo reprimido del sueño haya impuesto, contra la censura, su cumplimiento pleno. En este caso el sueño ha fracasado en su cometido, pero no por eso se modifica su esencia. Hemos comparado al sueño con el guardián nocturno o con un guardián del dormir que quiere preservárnoslo. También el guardián nocturno se ve en la coyuntura de despertar al durmiente, a saber, cuando se siente demasiado débil para ahuyentar por sí solo la perturbación o el peligro. No obstante, muchas veces se logra seguir durmiendo aunque el sueño empiece a ponerse peliagudo y a volcarse a la angustia. Nos decimos, dormidos: «Esto no es más que un sueño», y seguimos durmiendo.

¿En qué casos el deseo del sueño será capaz de vencer a la censura? La condición para ello puede ser llenada tanto por el deseo cuanto por la censura onírica. Por razones que se ignoran, el deseo puede cobrar alguna vez una hiper-intensidad; pero uno tiene la impresión de que más a menudo es la censura onírica la responsable de este desplazamiento de la relación de fuerzas. Tenemos ya averiguado que la censura trabaja en cada caso individual con intensidad diferente, trata a cada elemento con un grado de rigor diverso; ahora querríamos agregar él supuesto de que es absolutamente variable y no todas las veces aplica el mismo rigor al mismo elemento chocante. Si una vez las cosas se han conjugado de modo que se siente impotente frente a un deseo onírico que amenaza coparla, ella se sirve entonces, en vez de la desfiguración, del último recurso que le queda: abandonar el estado del dormir, con desarrollo de angustia.

Aquí paramos mientes en que no sabemos todavía en absoluto cuál es el motivo por el que estos deseos malignos, reprobados, se agitan justamente por las noches para turbarnos mientras dormimos. Difícilmente la respuesta no se encuentre en un supuesto referido a la naturaleza del estado del dormir. Durante el día, sobre estos deseos gravita la pesada presión de una censura que les hace imposible exteriorizarse mediante efectos cualesquiera. Por la noche, es probable que esta censura, como todos los otros intereses de la vida anímica, se recoja o al menos se rebaje fuertemente en beneficio de un único deseo, el de dormir. A este rebajamiento de la censura durante la noche deben entonces los deseos prohibidos el que les sea permitido agitarse de nuevo. Ciertos neuróticos insomnes nos confiesan que su insomnio fue inicialmente deliberado. No se atrevían a dormir porque sentían temor de sus sueños, vale decir, sentían temor de las consecuencias de esa aminoración de la censura. Mas no por eso el recogimiento de la censura significa un descuido grave. Lo habrán notado fácilmente: el estado del dormir paraliza nuestra motilidad; por más que nuestros propósitos malignos se empiecen a remover, no son capaces de hacer otra cosa más que un sueño, inocuo en la práctica. A. este tranquilizador estado de cosas alude la muy razonable observación que el durmiente suele hacer (aunque nocturna, no pertenece a la vida onírica): «Es sólo un sueño». Por eso le damos permiso y seguimos durmiendo.

Si, en tercer lugar, recuerdan ustedes la concepción según la cual el soñante que se revuelve contra sus deseos es equiparable a una sumación de dos personas separadas, pero conectadas estrechamente de algún modo, hallarán concebible otra posibilidad de que por la vía de un cumplimiento de deseo pueda producirse algo en extremo displacentero, a saber, una punición. Aquí puede servir de nuevo como ilustración el cuento de los tres deseos: las salchichas en el plato son el cumplimiento directo del deseo de la primera persona, la mujer; las salchichas en la nariz de esta son el cumplimiento de deseo de la segunda, el marido, pero a la vez el castigo por el necio deseo de la mujer. En las neurosis, después, reencontraremos también la motivación del tercer deseo, el único que nos queda pendiente del cuento. Ahora bien, hay muchas tendencias punitorias de esa índole en la vida anímica del hombre; son muy fuertes, y se puede hacerlas responsables de una parte de los sueños penosos. Ahora, quizá, dirán ustedes que de esa manera no queda en pie gran cosa del famoso cumplimiento de deseo. Pero sí lo miran más de cerca admitirán que no tienen razón. Por contraposición a la multiplicidad, que después mencionaremos, de lo que el sueño podría ser -y que, según muchos autores, de hecho es-, la solución cumplimiento de deseo cumplimiento de angustia cumplimiento de castigo es bien circunscrita. A esto se suma que la angustia es el opuesto directo del deseo, que los opuestos se sitúan particularmente próximos entre sí en la asociación y, como tenemos averiguado, coinciden en el inconciente. Además, considérese que el castigo es también un cumplimiento de deseo, el de la otra persona, la censuradora.

En conjunto, por consiguiente, no he hecho concesión alguna a la objeción de ustedes contra la teoría del cumplimiento de deseo. Pero estamos obligados a poner de manifiesto el cumplimiento de deseo en cualquier sueño desfigurado, y no queremos por cierto sustraernos de esta tarea. Recurramos al sueño, ya interpretado, de las tres malas localidades a cambio de 1 florín y 50 kreuzer, que ya tantas cosas nos ha enseñado. Espero que todavía lo recuerden ustedes. Una dama a quien su marido le comunica durante el día que Elisa, una amiga de ella sólo tres meses más joven, se ha comprometido, sueña que está sentada en el teatro con su marido. Un sector de la platea está casi vacío. Su marido le dice que Elisa y su prometido también habrían querido ir al teatro, pero no pudieron pues sólo les daban malas localidades, tres por 1 florín y 50. Ella piensa que tampoco habría sido una desgracia. Nosotros habíamos colegido que los pensamientos oníricos se referían al fastidio por haberse casado tan temprano y a la insatisfacción con su marido. Nos es lícito ser curiosos y averiguar el modo en que estos tristes pensamientos se refundieron en un cumplimiento de deseo, así como el lugar en que se encuentra su huella dentro del contenido manifiesto. Ahora ya sabemos que el elemento «demasiado temprano, apresuradamente» fue eliminado del sueño por la censura. La platea vacía es una alusión a eso. El enigmático «tres por 1 florín y 50» nos resulta más comprensible ahora con ayuda del simbolismo, que después hemos aprendido. El 3 en efecto, significa un hombre, y el elemento manifiesto es fácil de traducir: comprarse un marido a cambio de la dote. («Uno diez veces mejor habría podido comprarme a cambio de mi dote».) El casarse está sustituido, a todas luces, por el ir al teatro. El «procurarse demasiado temprano entradas para el teatro» está en reemplazo directo del casarse demasiado temprano. Empero, esta sustitución es la obra del cumplimiento de deseo. Nuestra soñante nunca estuvo tan insatisfecha con su temprano matrimonio como el día en que recibió la noticia de los esponsales de su amiga. En su tiempo estaba orgullosa de él y se consideraba aventajada frente a su amiga. Muchachas ingenuas suelen dejar traslucir, luego de sus esponsales, su alegría por el hecho de que pronto les estará permitido ir al teatro, a ver las piezas que hasta entonces tenían prohibidas; les estará permitido ver todo. Esa pizca de placer de ver o de curiosidad que aquí sale a la luz fue por cierto, al principio, un placer de ver sexual [escoptofilia], volcado a la vida sexual, en particular de los padres, y pasó a ser después un fuerte motivo que empujó a las muchachas al matrimonio temprano. De tal manera, la visita al teatro se convierte en un evidente sustituto alusivo del estar casado. En el fastidio actual por su casamiento temprano, ella se remonta por eso al tiempo en que era para ella un cumplimiento de deseo porque le satisfacía su placer de ver, y ahora, guiada por esa vieja moción de deseo, sustituye el casarse por el ir-al-teatro.

Podemos decir que no nos hemos rebuscado precisamente el ejemplo más cómodo para la pesquisa de un cumplimiento de deseo escondido. De manera análoga tendríamos que proceder en el caso de otros sueños desfigurados. No puedo hacerlo frente a ustedes, y meramente quiero enunciar el convencimiento de que se lo logra en todos los casos. Mas quiero demorarme en este punto de la teoría. La experiencia me ha enseñado que, de toda la doctrina del sueño, es uno de los que más peligros corren, y promueve muchas discordias y malentendidos. Además, quizás estén ustedes todavía bajo la impresión de que yo me retracté de una parte de mi aseveración cuando manifesté que el sueño era un deseo cumplido o lo contrario de esto, una angustia o una punición realizadas, y opinarán que ha llegado el momento de arrancarme otras restricciones. También he oído el reproche de que las cosas que a mí mismo me parecen evidentes las expongo de manera demasiado sucinta y, por eso, poco convincente.

Cuando alguien ha avanzado con nosotros hasta este punto en la interpretación de los sueños, aceptando todos sus aportes, no es raro que se detenga frente al cumplimiento de deseo y pregunte: «Concedido que el sueño en todos los casos posee un sentido, y que este puede ser puesto de manifiesto por la técnica psicoanalítica, pero, ¿por qué este sentido, a despecho de toda evidencia, ha de comprimirse siempre en la fórmula del cumplimiento de deseo? ¿Por qué el sentido de este pensar nocturno no podría ser tan vario como el del pensar diurno, vale decir, que el sueño correspondiera una vez a un deseo cumplido, la otra, como usted mismo ha dicho, a lo contrario de él o a un temor realizado, pero además pudiera expresar un designio, una advertencia, una reflexión con sus pros y sus contras, o un reproche, un prurito de la conciencia moral, un ensayo de prepararse para una prueba inminente, etc.? ¿Por qué precisamente siempre y sólo un deseo, o a lo sumo su contrario?».

Podría pensarse que una diferencia en este punto no sería importante si se está de acuerdo en todo lo demás. Basta, se diría, con que descubramos el sentido del sueño y los caminos que llevan a individualizarlo, y parece secundario que determinemos ese sentido demasiado estrictamente; pero no es así. Un malentendido en este punto atañe a la esencia de nuestro conocimiento del sueño y pone en peligro su valor para la comprensión de la neurosis. Esa suerte de avenimiento que en la vida de los negocios se aprecia como «buena voluntad» está fuera de lugar en la empresa científica y es más bien dañino.

Mi primera respuesta a esa pregunta, «¿Por qué el sueño no sería multívoco, en el sentido indicado?», reza como suele en tales casos: Yo no sé por qué no ha de serlo. Nada tendría yo en contra de ello. Que sea como le dé la gana. Una pequeñez se opone a esa concepción más amplia y cómoda del sueño, a saber, que en realidad las cosas no son así. Mi segunda respuesta destacará que tampoco a mí me es ajeno el supuesto de que el sueño responde a diversas formas de pensamiento y operaciones intelectuales. Una vez, dentro de una historia clínica, informé de un sueño que sobrevino tres noches sucesivas y después no lo hizo más, y expliqué ese comportamiento por el hecho de que el sueño respondía a un designio y no hacía falta que retornase luego de que se lo ejecutó. Más tarde he publicado un sueño que respondía a una confesión. Y si es así, ¿cómo puedo todavía contradecirme y aseverar que el sueño es siempre y es sólo un deseo cumplido?

Lo hago porque no quiero dejar pasar un tonto malentendido que puede costarnos el fruto de nuestros empeños en torno del sueño, un malentendido que confunde al sueño con los pensamientos oníricos latentes y enuncia sobre él algo que pertenece única y exclusivamente a estos últimos. En efecto, es enteramente cierto que el sueño puede subrogar todo eso y ser sustituido por todo eso que antes enumeramos: un designio, una advertencia, una reflexión, una preparación, un intento de solucionar una tarea, etc. Pero si ustedes lo miran bien, reconocerán que todo eso no es válido sino para los pensamientos oníricos latentes que han sido trasmudados en el sueño. Por las interpretaciones de los sueños se enteran ustedes de que el pensar inconciente de los hombres se ocupa de esos designios, preparaciones, reflexiones, etc., con los cuales después el trabajo del sueño confecciona al sueño. Si por el momento a ustedes no les interesa el trabajo del sueño, pero les interesa mucho el trabajo de pensamiento inconciente del hombre, eliminen entonces el primero y enuncien del sueño esto que en la práctica es totalmente correcto: él responde a una advertencia, a un designio, etc. En la actividad psicoanalítica este caso se da a menudo: las más de las veces el empeño apunta exclusivamente a volver a descomponer la forma del sueño y a insertar en su lugar dentro de la trama los pensamientos latentes de los que el sueño ha nacido.

Y así, como de pasada, por la apreciación de los pensamientos oníricos latentes venimos a enterarnos de que todos esos actos anímicos que hemos mencionado, de alta complejidad, pueden ocurrir inconscientemente. ¡Resultado tan grandioso cuanto desconcertante!

Pero, para volver atrás: ustedes tienen toda la razón si ponen en claro que se han valido de un giro abreviado, y no creen que deban referir esa mentada multiplicidad a la esencia del sueño. Cuando hablan del «sueno» tienen que aludir al sueño manifiesto, vale decir, al producto del trabajo del sueño, o a lo sumo al trabajo mismo del sueño, o sea, a aquel proceso psíquico que a partir de los pensamientos oníricos latentes forma al sueño manifiesto. Todo otro empleo de la palabra es conceptualmente confuso, y sólo puede provocar perjuicios. Si con sus asertos ustedes apuntan a los pensamientos latentes que hay tras el sueño, tienen que decirlo directamente y no ocultar el problema del sueño valiéndose de un modo de expresión más difuso. Los pensamientos oníricos latentes son el material que el trabajo del sueño remodela en el sueño manifiesto. ¿Por qué a toda costa se empeñan ustedes en confundir el material con el trabajo que lo informa? ¿En qué aventajarían a quienes sólo conocieran el producto del trabajo y no pudieran explicarse de dónde proviene y cómo está hecho?

Lo único esencial en el sueño es el trabajo que ha operado sobre el material de pensamientos. No tenemos derecho alguno a pasárnoslo por alto en la teoría, por más que en ciertas situaciones prácticas nos sea lícito descuidarlo. La observación analítica muestra, también, que el trabajo del sueño nunca se limita a traducir estos pensamientos a los modos de expresión, arcaicos o regresivos, que ya conocen ustedes. En cambio, por regla general agrega algo que no pertenece a los pensamientos latentes del día, pero que es el genuino motor de la formación del sueño. Este agregado indispensable es el deseo, igualmente inconciente, para cuyo cumplimiento es remodelado el contenido del sueño. El sueño puede ser todo lo que se quiera mientras ustedes sólo tomen en cuenta los pensamientos subrogados por él: advertencia, designio, preparación, etc.; es siempre también el cumplimiento de un deseo inconciente, y es sólo esto si ustedes lo consideran como resultado del trabajo del sueño. Un sueño, por tanto, nunca es un designio o una advertencia, pura y simplemente, sino siempre un designio, etc., traducido al modo de expresión arcaico con el auxilio de un deseo inconciente y remodelado para el cumplimiento de estos deseos. Uno de esos caracteres, el cumplimiento de deseo, es el constante; los otros pueden variar; pueden ser a su vez también un deseo, de suerte que el sueño figure como cumplido un deseo latente del día con el auxilio de un deseo inconciente.

Yo comprendo muy bien todo esto, pero no sé si he logrado hacerlo comprensible también para ustedes. Además, tropiezo con dificultades para probárselo. Por una parte, eso no se obtiene sin el cuidadoso análisis de muchos sueños y, por la otra, este punto, el más espinoso e importante de nuestra concepción del sueño, no puede exponerse de manera convincente sin referirlo a lo que viene después. ¿Acaso pueden creer ustedes, en vista de la íntima trabazón de todas las cosas, que uno pueda penetrar muy hondamente en la naturaleza de una de ellas sin haberse ocupado de otras cosas de naturaleza parecida? Puesto que todavía nada sabemos de los parientes cercanos del sueño, de los síntomas neuróticos, tenemos que conformarnos también aquí con lo alcanzado. Sólo quiero elucidar frente a ustedes un ejemplo más, y plantear una nueva consideración.

Tomemos de nuevo aquel sueño al que ya varias veces volvimos, el de las tres localidades de teatro a cambio de 1 florín y 50. Puedo asegurarles que al principio eché mano de él sin propósito alguno, en calidad de ejemplo. A los pensamientos oníricos latentes ya los conocen ustedes: fastidio por haberse apresurado tanto en casarse, frente a la noticia de que su amiga recién acaba de comprometerse; menosprecio por su marido, la idea de que habría conseguido uno mejor con que sólo hubiera esperado. Al deseo que ha hecho de estos pensamientos un sueño ya lo conocen también: es el placer de ver, el de poder ir al teatro, muy probablemente una ramificación de la curiosidad antigua de averiguar por fin lo que pasa cuando uno se casa. Como es sabido, esta curiosidad se dirige en los niños, por regla general, a la vida sexual de los padres; es, por consiguiente, infantil y, en la medida en que continúa presente más tarde, es una moción pulsional cuyas raíces llegan hasta lo infantil.

Pero la noticia que recibió ese día no brindó ocasión alguna para que despertase ese placer de ver; meramente, para el fastidio y el arrepentimiento. Esa moción de deseo no pertenecía en principio a los pensamientos latentes, y pudimos enhebrar en el análisis el resultado de la interpretación del sueño sin atender a ella. El fastidio tampoco era en sí soñable; del pensamiento: «Fue un disparate casarse tan temprano», no podía nacer un sueño antes que a partir de él se despertase el viejo deseo de ver, de una buena vez, lo que ocurre cuando se está casado. Este deseo formó, pues, el contenido del sueño sustituyendo el casarse por el ir-al-teatro, y le dio la forma de un cumplimiento de deseo anterior: «Así, me es permitido ir al teatro y mirar todo lo prohibido, y tú no puedes hacerlo; yo estoy casada y tú debes esperar». De tal modo, la situación presente se mudó en su contraria, fue puesto un viejo triunfo en el lugar de la derrota reciente. Colateralmente, a la satisfacción del placer de ver se entrelaza una satisfacción del egoísmo competitivo. Ahora esta satisfacción determina el contenido manifiesto del sueño, donde realmente se dice que ella está sentada en el teatro, mientras que la amiga no pudo entrar. Los fragmentos del contenido del sueño tras los cuales todavía se ocultan los pensamientos oníricos latentes se sobre-imponen a esa situación de satisfacción como una modificación discordante e incomprensible. La interpretación del sueño tiene que prescindir de todo cuanto sirve a la figuración del cumplimiento de deseo, y recobrar, partiendo de esas indicaciones, los penosos pensamientos oníricos latentes.

La nueva consideración que quiero presentarles se propone dirigir la atención de ustedes a los pensamientos oníricos latentes, empujados ahora al primer plano. Les ruego no olviden que ellos son, en primer lugar, inconscientes para el soñante; en segundo lugar, enteramente comprensibles y coherentes, de suerte que se dejan comprender como reacciones naturales frente a la ocasión del sueño; en tercer lugar, que pueden tener el valor de una moción anímica o una operación intelectual cualesquiera. Ahora, con más rigor que antes, llamar a estos pensamientos «restos diurnos», los confíese o no el soñante. Separo entonces restos diurnos y pensamientos oníricos latentes, designando con este último título, en armonía con nuestro uso anterior, a todo cuanto averiguamos a raíz de la interpretación del sueño, mientras que los restos diurnos son sólo una parte de aquellos. Así pues, nuestra concepción desemboca en que a los restos diurnos se les suma algo, algo que también pertenecía a lo inconciente, una moción de deseo intensa, pero reprimida, y esta sola es la que ha posibilitado la formación del sueño. La repercusión de esta moción de deseo sobre los restos diurnos crea el otro sector de los pensamientos oníricos latentes, aquel que ya no tiene que aparecer racional ni concebible desde la vida de vigilia.

Para la relación de los restos diurnos con el deseo inconciente, me he servido de una comparación que no puedo sino repetir aquí. Para cualquier empresa se requiere de un capitalista que sufrague los gastos, y de un empresario que tenga la idea y sepa llevarla a cabo. En la formación del sueño, el papel del capitalista lo desempeña siempre y sólo el deseo inconciente: él presta la energía psíquica para la formación del sueño; el empresario es el resto diurno que decide acerca del uso de ese gasto. Ahora bien, el propio capitalista puede tener la idea y la pericia, o el empresario mismo poseer capital. Esto simplifica la situación práctica, pero dificulta su comprensión teórica. En la economía política, aunque tal sea el caso, siempre se descompone a esa persona única en sus dos aspectos de capitalista y de empresario, y así se restablece la situación básica de la cual partió nuestra comparación. En la formación del sueño se presentan estas mismas variaciones; dejo a cargo de ustedes el proseguirlas.

Aquí no podemos seguir adelante, pues es probable que hace largo tiempo los inquiete a ustedes un reparo que merece ser escuchado. «¿Son los restos diurnos -me preguntan- realmente inconscientes en el mismo sentido que el deseo inconciente que debe agregárseles para hacerlos soñables?». Van ustedes por buen rumbo. Ahí está el punto donde salta toda la cosa. Ellos no son inconscientes en el mismo sentido. El deseo del sueño pertenece a un otro inconciente, a aquel que hemos individualizado como de origen infantil, provisto de mecanismos particulares. Sería totalmente apropiado diferenciar estas dos maneras de lo inconciente mediante designaciones diversas. Pero, para ello, preferimos esperar hasta que nos familiaricemos con el campo de fenómenos de las neurosis. Se nos ha echado en cara que hablar de un inconciente es ya una extravagancia; ¿qué se dirá ahora si confesamos que no nos basta con menos de dos de ellos?.

Interrumpamos aquí. Otra vez, han debido conformarse con algo incompleto; pero, ¿no es reconfortante pensar que este saber tiene continuación, y que esta será producida por nosotros mismos o por quienes nos sigan? ¿Y acaso nosotros mismos no hemos averiguado gran cantidad de cosas nuevas y sorprendentes?

फ्रयूद 1

6ª CONFERENCIA.

PREMISAS Y TÉCNICA DE LA INTERPRETACIÓN.



Señoras y señores: Necesitamos entonces un nuevo camino, un método, si queremos avanzar en la exploración del sueño. Ahora he de hacerles una sencillísima propuesta. Supongamos, como premisa para todo lo que sigue, que el sueño no es un fenómeno somático, sino psíquico. Lo que esto quiere decir, ya lo saben ustedes. Pero, ¿qué justificación tenemos para hacer este supuesto? Ninguna, aunque tampoco hay nada que nos impida hacerlo. La cosa es así: Si el sueño es un fenómeno somático, nada nos importa de él; sólo puede interesarnos bajo la premisa de que es un fenómeno anímico. Por tanto, trabajamos bajo la premisa de que lo es realmente, a fin de ver qué sale de ahí. El resultado de nuestro trabajo decidirá si hemos de conservar ese supuesto y si podremos entonces defenderlo, a su vez, como un resultado. ¿Qué queremos alcanzar en verdad, para qué trabajamos? Queremos aquello a que se aspira en general en la ciencia: una comprensión de los fenómenos, el establecimiento de una concatenación entre ellos y, como objetivo último, en los casos en que sea posible, ampliar nuestro poder sobre ellos.

Proseguimos entonces la tarea bajo el supuesto de que el sueño es un fenómeno psíquico. Por tanto, es una operación y una manifestación del soñante, pero de tal índole que no nos dice nada y no la comprendemos, Ahora bien, ¿qué hacen ustedes si yo les digo algo que les resulta incomprensible? Me preguntan qué quise decir, ¿no es cierto? ¿Por qué no podríamos hacer lo mismo, inquirir al soñante por el significado de su sueño?

Recuerden ustedes; ya una vez nos encontramos en esta situación. Fue en la indagación de ciertas operaciones fallidas, de un caso de desliz en el habla. Alguien había dicho: «Pero entonces ciertos hechos salieron a Vorschwein», tras lo cual le preguntamos... no, por suerte no fuimos nosotros, sino otros, por completo ajenos al psicoanálisis; le preguntaron qué quiso significar con ese dicho incomprensible. Respondió enseguida que había tenido el propósito de afirmar: «Eran Schweinereien {porquerías}», pero refrenó este propósito en favor de otro, más moderado:

«Ciertos hechos salieron a Vorschein {a la luz}». Ya en ese momento les declaré que esa averiguación era el paradigma de toda indagación psicoanalítica; ahora ustedes comprenden que el psicoanálisis sigue la técnica de hacerse decir por los mismos a quienes estudia, sí ello cabe, la solución de sus enigmas. Por tanto, el propio soñante debe decirnos lo que su sueño significa.

Pero, es notorio, las cosas no son tan simples en el caso del sueño. En las operaciones fallidas, eso funciona en cierto número de casos; después dimos con uno en que el preguntado no quería decir nada, y aun rechazó con enojo la respuesta que le sugerimos. En el sueño nos faltan por completo los casos del primer tipo; el soñante dice siempre que nada sabe. En cuanto a rechazar nuestra interpretación, no puede hacerlo, pues no tenemos ninguna para presentarle. Entonces, ¿debemos abandonar nuestro intento? Puesto que él nada sabe y nosotros nada sabemos y un tercero menos todavía puede saber algo, no existe perspectiva alguna de llegar a averiguarlo. Y bien; si ustedes quieren, abandonen el intento; pero si lo quieren de otro modo, pueden proseguir camino conmigo. Yo les digo, en efecto, que es muy posible, y aun muy probable, que el soñante a pesar de todo sepa lo que su sueño significa, sólo que no sabe que lo sabe y por eso cree que no lo sabe.

Me harán notar ustedes que de nuevo he introducido un supuesto y va ya el segundo dentro de esta breve argumentación; así he rebajado enormemente la pretensión de credibilidad de mi procedimiento. «Bajo la premisa de que el sueño es un fenómeno psíquico, y además bajo la premisa de que en el hombre hay cosas anímicas que él sabe sin saber que las sabe, y... », etc. Entonces, no hace falta sino tener presente la improbabilidad interna de cada una de estas premisas para que apartemos tranquilamente nuestro interés de las conclusiones basadas en ellas.

Y bien, señoras y señores; no los he reunido aquí para tenerlos engañados o disimularles algo. Sin duda he anunciado unas «Conferencias elementales de introducción al psicoanálisis», pero con ello no me propuse una exposición in usum delphini destinada a presentarles una argumentación tersa que ocultara cuidadosamente todas las dificultades, llenara las lagunas, retocara las dudas para que ustedes pudieran creer, con ánimo tranquilo, que habían aprendido algo nuevo. No, justamente porque son ustedes principiantes quise mostrarles nuestra ciencia tal como es, con sus escabrosidades y asperezas, con sus requerimientos y reparos. Yo sé, en efecto, que en ninguna ciencia las cosas son de otro modo, y particularmente en sus comienzos no pueden ser de otro modo. También sé que la enseñanza suele empeñarse en ocultar al principio a los alumnos estas dificultades e imperfecciones. Pero eso no sirve en el psicoanálisis. Por consiguiente, yo adopté de hecho dos premisas, una dentro de la otra, y aquel a quien el todo le parezca demasiado trabajoso e incierto, o esté habituado a certidumbres mayores y deducciones más elegantes, no necesita seguir acompañándonos. Aunque opino que deberá dejar en paz en general los problemas psicológicos, pues temo que no encuentre transitables aquí esos caminos exactos y seguros que está dispuesto a recorrer. Además, es ocioso que una ciencia que tiene algo para ofrecer ande requiriendo audiencia y partidarios. Son sus resultados los que tienen que hacerla acreedora al beneplácito, y puede aguardar hasta que ellos impongan atención.

Pero a aquellos que quieran perseverar en la cosa debo advertirles que mis dos supuestos no son de igual valor. El primero, que el sueño es un fenómeno anímico, es la premisa que queremos demostrar con el resultado de nuestro trabajo. El otro fue demostrado ya en otro ámbito, y aquí sólo me tomo la libertad de trasferirlo a nuestro problema.

¿Dónde, en qué ámbito, hubo de aportarse la prueba de que existe un saber del que empero el hombre nada sabe, como hemos querido suponerlo respecto del soñante? Sería ese, qué duda cabe, un hecho asombroso, sorprendente, que trastornaría nuestra concepción de la vida anímica, y que no se podría haber ocultado. Y además un hecho que se anula a sí mismo en su propio enunciado y no obstante pretende ser algo real: una contradictio in adjecto. Ahora bien, ese hecho no se oculta en modo alguno. No es asunto de él si nada se sabe al respecto o si no se le ha prestado suficiente atención. Tampoco es culpa nuestra que todos estos problemas psicológicos pasen por cosa juzgada debido a personas que permanecieron ajenas a todas las observaciones y experiencias decisivas en este punto.

La prueba ha sido aportada en el ámbito de los fenómenos hipnóticos. Cuando yo presencié en 1889 las extraordinariamente impresionantes demostraciones de Liébeault y Bernheim en Nancy, fui también testigo del siguiente experimento: Si un hombre era puesto en estado de sonambulismo, y después de hacerle vivenciar alucinatoriamente toda clase de cosas se lo despertaba, parecía al principio no saber nada de los procesos ocurridos durante su sueño hipnótico. Bernheim lo exhortaba entonces directamente a contar lo que había sucedido durante la hipnosis. El sujeto sostenía que no atinaba a recordar nada. Pero Bernheim insistía, lo urgía, le aseguraba que lo sabía, que tenía que recordarlo, y hete aquí que el hombre entraba a vacilar, empezaba a recobrarlo, recordaba primero como entre brumas una vivencia que le había sido sugerida, después otro fragmento, el recuerdo se hacía cada vez más nítido, más completo, y finalmente añoraba sin lagunas. Ahora bien, puesto que al final sabía y entretanto no había averiguado nada de otro lado, está justificado inferir que también antes tenía el saber de esos recuerdos. Sólo que le eran inaccesibles, él no sabía que los sabía, creía que no los sabía. El mismo caso, pues, que hemos conjeturado en el soñante.

Supongo que ustedes se sorprenderán ante la comprobación de este hecho y me preguntarán: «¿Por qué no invocó usted ya antes esta prueba, en el caso de las operaciones fallidas, cuando dimos en atribuir al hombre que se había trastrabado propósitos de decir cosas de las que nada sabía y las que él desmentía?». Sí alguien cree no saber nada de ciertas vivencias cuyo recuerdo, no obstante, lleva en el interior de sí, ya no es tan improbable que tampoco sepa nada de otros procesos anímicos que ocurren en su interior. Este argumento sin duda habría causado impresión y nos habría hecho avanzar en la comprensión de las operaciones fallidas. Es cierto que ya entonces podría haberlo invocado, pero lo reservaba para otro lugar, donde parece más necesario. Las operaciones fallidas en parte se esclarecían a sí mismas, y en parte nos advertían que, en beneficio de la concatenación de los fenómenos, debía suponerse la existencia de procesos anímicos así, de los que nada se sabe. En el sueño nos vemos forzados a aportar explicaciones de otro lado, y además cuento con que ustedes habrán de admitir con facilidad que trasfiera las obtenidas para la hipnosis. El estado en que realizamos una operación fallida tiene que aparecerles como el normal, no presenta semejanza alguna con el hipnótico. En cambio, existe un nítido parentesco entre el estado hipnótico y el estado del dormir, que es la condición del soñar. La hipnosis ordena sin duda un dormir artificial; decimos a la persona que hipnotizamos: «Duérmase usted»; y las sugestiones que le hacemos son comparables a los sueños del dormir natural. Las situaciones psíquicas son realmente análogas en los dos casos. En el dormir natural, retiramos nuestro interés de todo el mundo exterior; en el hipnótico también, pero con excepción de una persona, la que nos ha hipnotizado, con la cual permanecemos en rapport. Por lo demás, el llamado sueño de la nodriza, en que ella permanece en rapport con el niño y sólo es despertada por este, es un correspondiente del dormir hipnótico en la vida normal. Por tanto, la transferencia de una situación de la hipnosis al dormir natural no parece empresa tan aventurada. La suposición de que también en el soñante está presente un saber acerca de su sueño, sólo que no le es accesible, de suerte que no cree tenerlo, no es un puro invento. Reparemos, además, en que en este lugar se abre una tercera vía de acceso para el estudio del sueño: desde los estímulos que perturban el dormir, desde los sueños diurnos, y ahora, además, desde los sueños sugeridos del estado hipnótico.

Volvamos ahora, quizá con mayor confianza, a nuestra tarea. Es entonces muy probable que el soñante tenga un saber sobre su sueño; se trata únicamente de posibilitarle que descubra su saber y nos lo comunique. No le pedimos que nos diga enseguida el sentido de su sueño, pero el origen de este, el círculo de pensamientos y de intereses de que proviene, podrá descubrirlo. En el caso de la operación fallida, recuerden ustedes, se le preguntó [al individuo en cuestión] por el modo en que había llegado a la palabra fallida «Vorschwein», y su ocurrencia inmediata nos dio la explicación. Ahora bien, nuestra técnica para el sueño es muy simple, calcada de este ejemplo. Le preguntaremos también por el modo en que ha llegado al sueño, y lo que él inmediatamente enuncie deberá considerarse como esclarecimiento. Por tanto, pasamos por alto la diferencia entre que crea saber algo o no lo crea, y tratamos ambos casos como uno solo.

Esta técnica es por cierto muy simple, pero me temo que despertará en ustedes la oposición más decidida. Dirán: « ¡Un nuevo supuesto, el tercero! ¡Y el más inverosímil de todos! Cuando pregunte al soñante lo que se le ocurre sobre el sueño, ¿acaso su ocurrencia inmediata aportará precisamente el esclarecimiento deseado? Puede no ocurrírsele nada, o puede ocurrírsele Dios sabe qué cosa. No acertamos a discernir el asidero de semejante expectativa. Esto revela en verdad demasiada confianza en Dios en un punto en que convendría un poco más de crítica. Por otra parte, un sueño no es una única palabra fallida, sino que consta de muchos elementos. ¿En qué ocurrencia habrá que detenerse?».

Tienen ustedes razón en todas las puntualizaciones laterales. Un sueño se diferencia de un desliz en el habla también por la multiplicidad de sus elementos. La técnica debe dar razón de ello. Les propongo entonces que descompongamos el sueño en sus elementos y abordemos la indagación para cada uno de ellos por separado; así quedará restablecida la analogía con el trastrabarse. También aciertan ustedes en que aquel a quien se pregunta por los elementos oníricos singulares puede responder que no se le ocurre nada. Hay casos en que daremos por buena esta respuesta; después sabrán cuáles son. Cosa notable: se trata de los casos en que nosotros mismos {los intérpretes} podemos tener determinadas ocurrencias. Pero en general contradiremos al soñante si asevera no tener ocurrencia ninguna; lo urgiremos, le aseguraremos que tiene que tener una ocurrencia... y la obtendremos. El ofrecerá una ocurrencia, cualquier ocurrencia, no nos importa cuál. Ciertas informaciones, que podemos llamar históricas, las comunicará con particular facilidad. Dirá: «Es algo que ocurrió ayer» (como en los dos «sueños sobrios» ya mencionados. O dirá: «Esto me recuerda algo que aconteció hace poco». Y de esta manera notaremos que los anudamientos de los sueños a impresiones de los últimos días son mucho más frecuentes de lo que habíamos creído al principio. Por fin, a partir del sueño él se acordará de acontecimientos lejanos, y eventualmente incluso de un pasado muy remoto.

Pero en lo esencial no tienen ustedes razón. Cometen un gran error cuando opinan que es arbitrario suponer que la ocurrencia inmediata del soñante por fuerza ofrece lo buscado o lleva a ello, pues podría ser enteramente caprichosa y descolgada, y que si yo espero que las cosas sean de otro modo no sería más que una manifestación de mi confianza en Dios. Ya en una ocasión anterior me permití reprocharles que existía profundamente arraigada en ustedes una creencia en la libertad y la arbitrariedad psíquicas, creencia en un todo acientífica y que debe ceder ante el reclamo de un determinismo que gobierne también la vida anímica. Si al preguntado se le ocurre esto y no otra cosa, les ruego que lo respeten como a un hecho. Pero no estoy contraponiendo una creencia a otra. Puede demostrarse que la ocurrencia que el preguntado produce no es arbitraria ni indeterminada, no está desconectada de lo que nosotros buscamos. Y aun he llegado a saber no hace mucho -sin atribuir a esto, por lo demás, excesivo valor- que también la psicología experimental ha brindado tales demostraciones.

En vista de la importancia del asunto, les ruego que presten particular atención. Cuando exhorto a alguien a decir lo que se le ocurre sobre un elemento determinado del sueño, le estoy pidiendo que se abandone a la asociación libre reteniendo una representación de partida. Esto exige una actitud particular de la atención, por entero diversa de la requerida en el caso de la reflexión, y que excluye a esta. Muchos adoptan con facilidad una actitud así; otros muestran en el intento una increíble falta de habilidad. Ahora bien, existe un grado mayor de libertad de la asociación, a saber, cuando abandono incluso esta representación de partida y establezco solamente, por ejemplo, el género y la especie de la ocurrencia: estipulo que la ocurrencia libre debe consistir en un nombre propio o en un número. Esta ocurrencia tendría que ser aún más arbitraria, más incalculable que la utilizada en nuestra técnica. No obstante, puede demostrarse que en todos los casos está estrictamente determinada por importantes actitudes interiores; ellas no nos son conocidas en el momento en que producen sus efectos, como tampoco lo son las tendencias perturbadoras de las operaciones fallidas ni las que provocan las acciones casuales.

Yo, y después de mí muchos otros, hemos hecho repetidamente esos experimentos con nombres y cifras en que se dejan surgir ocurrencias [al azar] sin tomar ningún punto de apoyo; y hasta se han publicado algunos de esos experimentos. Se procede en ellos del siguiente modo: se evocan asociaciones urdidas con el nombre que emergió; ellas ya no son del todo libres, sino que, como en el caso de las ocurrencias sobre los elementos oníricos, quedan desde ese momento ligadas. Y esto se prosigue hasta que se agota la impulsión que lleva a producirlas. Pero en ese punto ya se ha esclarecido la motivación y el significado de la libre ocurrencia del nombre. Los experimentos siempre llegan a ese resultado; su comunicación abarca a menudo un rico material y hace necesarias detalladas explicaciones. Las asociaciones sobre cifras emergidas libremente son quizá las más probatorias; discurren con tanta rapidez y van disparadas con una seguridad tan inconcebible hacia una meta oculta, que nos dejan en verdad estupefactos. Quiero darles un solo ejemplo de uno de estos análisis de nombres, porque felizmente se lo puede exponer con poco material.

En el curso del tratamiento de un hombre joven doy en hablar sobre este terna y menciono esa tesis, a saber, que a pesar del aparente libre albedrío no puede surgir como ocurrencia ningún nombre que no resulte estrictamente condicionado por las circunstancias inmediatas, las peculiaridades de la persona que se somete al experimento y su situación del momento. Puesto que él duda, le propongo que hagamos sin dilación uno de esos experimentos. Yo sé que él mantiene vínculos particularmente numerosos, de todo tipo, con señoras y muchachas, y por eso opino que dispondrá de una selección muy abundante si deja que se le ocurra un nombre de mujer. Presta su acuerdo a ello. Para mi asombro, o quizá para el de él, en modo alguno me suelta ahora un torrente de nombres de mujer, sino que permanece un rato callado y después confiesa que sólo le viene a la mente un único nombre y ningún otro: Albine. «Muy extraño, pero, ¿qué se asocia para usted con ese nombre? ¿Cuántas Albine conoce usted?». Curiosamente, no conocía a ninguna Albine, y tampoco se le ocurría nada respecto de este nombre. Podía suponerse, entonces, que el análisis había fracasado; pero no, ya estaba terminado, no requería de ninguna ocurrencia ulterior. Nuestro hombre tenía la tez inusualmente clara, y en los diálogos de la cura yo lo había llamado repetidas veces, en broma, albino; acabábamos de ocuparnos de establecer el componente femenino de su constitución. El mismo era entonces esa Albine, la mujer más interesante por el momento.

De igual modo, ciertas melodías que se nos ocurren de improviso resultan condicionadas por un itinerario de pensamiento al que pertenecen y que tiene una razón para ocuparnos sin que nosotros sepamos nada de esa actividad. Es fácil mostrar, entonces, que el vínculo con la melodía se anuda a su texto o a su origen; no obstante, tengo que tener el cuidado de no extender esta aseveración a personas realmente musicales, con quienes no me ha sido dado hacer ninguna experiencia. En estas, el contenido musical de la melodía quizá sea decisivo para su emergencia. Más frecuente, sin duda, es el primer caso. Así, yo sé de un hombre joven a quien durante un tiempo directamente persiguió la melodía, por otra parte encantadora, de la canción de Paris en La. belle Helene [de Offenbach], hasta que el análisis le hizo fijar la atención en la competencia que en su interés mantenían por entonces una «Ida» y una «Helena».

Por tanto, si las ocurrencias que emergen de manera enteramente libre están condicionadas de ese modo y se insertan dentro de un contexto determinado, con derecho inferiremos que ocurrencias con una ligazón única, a saber, la ligazón con una representación de partida, no pueden estar menos condicionadas. La indagación muestra, en efecto, que además de la ligazón que les procuramos mediante la representación de partida puede reconocerse una segunda dependencia: respecto de círculos de pensamiento y de interés de alto contenido afectivo, vale decir, de complejos, cuya participación no es conocida en el momento y es, por ende, inconciente.

Ocurrencias con una ligazón de esa índole han sido objeto de estudios experimentales muy instructivos, que han desempeñado un notable papel en la historia del psicoanálisis. La escuela de Wundt había definido el llamado experimento de la asociación, en el cual se ordena al sujeto responder con una reacción cualquiera, y con la mayor rapidez posible, a una palabra-estímulo que se le profiere. Puede entonces estudiarse el intervalo que trascurre entre estímulo y reacción, la naturaleza de la respuesta dada como reacción, los eventuales errores en una posterior repetición del mismo experimento, etc. La escuela de Zürich, bajo la dirección de Bleuler y Jung, ha aportado la explicación de las reacciones obtenidas en el experimento de la asociación. Para ello exhortaban al sujeto a que elucidara sus reacciones mediante asociaciones hechas con posterioridad, cuando había en ellas algo llamativo. Resultó entonces que estas reacciones llamativas estaban determinadas de la manera más tajante por los complejos del sujeto. Bleuler y Jung, con esto, habían echado el primer puente desde la psicología experimental hacia el psicoanálisis.

Instruidos de esta manera, podrán decir ustedes: «Ahora admitimos que las ocurrencias libres están determinadas y no son arbitrarias como habíamos creído. Lo aceptamos también respecto de las ocurrencias sobre los elementos del sueño. Pero no es esto lo que nos interesa. Usted afirma que la ocurrencia sobre el elemento onírico estará determinada por el trasfondo psíquico de ese mismo elemento, el cual no nos es conocido. No nos parece demostrado. Estaríamos dispuestos a esperar que la ocurrencia sobre el elemento onírico resultara determinada por uno de los complejos del soñante, pero, ¿de qué nos vale eso? No nos lleva a la comprensión del sueño, sino, como el experimento de la asociación, al conocimiento de estos llamados complejos. ¿Y qué tienen que ver estos con el sueño?».

Tienen ustedes razón, pero descuidan un factor. Aquel, precisamente, por cuya causa yo no escogí el experimento de la asociación como punto de partida de esta exposición.

En ese experimento, uno de los determinantes de la reacción, a saber, la palabra-estímulo, es escogido por nosotros arbitrariamente. La reacción es entonces una mediación entre esta palabra-estímulo y el complejo del sujeto, así despertado. En el sueño, la palabra-estímulo es sustituida por algo que a su vez proviene de la vida anímica del soñante, de fuentes para él desconocidas, y por tanto muy fácilmente podría ser «retoño de un complejo». Por eso no es fantástica la expectativa de que también las ocurrencias que siguen anudándose a los elementos del sueño estén a su vez determinadas por el mismo complejo que el elemento y, además, hayan de llevar al descubrimiento de este.

Permítanme ustedes mostrar respecto de otro caso que las cosas son, de hecho, como lo esperamos para el nuestro. El olvido de nombres propios es en verdad un notable modelo para el caso del análisis de sueños; sólo que en él se reúne en una sola persona lo que en la interpretación de los sueños se distribuye en dos. Cuando he olvidado temporariamente un nombre propio, tengo empero en mi interior la certeza de que sé ese nombre; una certeza que en el caso del soñante sólo pudimos alcanzar por el desvío del experimento de Bernheim. El nombre olvidado y, no obstante, sabido me es empero inaccesible. La reflexión, aun la más empeñosa, de nada me vale: he ahí lo que enseguida me dice la experiencia. Pero en todos los casos, en lugar del nombre olvidado puedo hacer que se me ocurran uno o varios nombres sustitutivos. Sólo después que se me ha ocurrido espontáneamente uno de estos se hace evidente la concordancia de tal situación con el análisis de sueños. Es que el elemento onírico tampoco es el justo: no es más que un sustituto de otro, el genuino, que yo no conozco y debo descubrir mediante el análisis del sueño. Y otra vez, la diferencia no reside sino en que, en el olvido de nombres, sin vacilar reconozco al sustituto como el no genuino, mientras que en el caso del elemento onírico sólo trabajosamente obtenemos esta concepción. Ahora bien, también en el olvido de nombres hay un camino que lleva del sustituto al elemento genuino que es inconciente, al nombre olvidado. Si dirijo mi atención a estos nombres sustitutivos y hago que acudan ulteriores ocurrencias sobre ellos, tras desvíos más breves o más largos llego al nombre olvidado y descubro que los nombres sustitutivos espontáneos, así como los evocados por mí, mantenían un vínculo con el olvidado, estaban determinados por él.

Quiero presentarles aquí un análisis de este tipo: Cierto día advierto que ya no poseo el nombre de ese pequeño país de la Riviera cuya capital es Montecarlo. Es bien enfadoso, pero es así. Me sumerjo en todo lo que sé sobre ese país, pienso en el príncipe Alberto de la casa de Lusignan, en sus matrimonios, en su predilección por investigar las profundidades marinas y en todo cuanto puedo reunir, pero de nada me vale. Abandono entonces la reflexión y dejo que se me ocurran nombres sustitutivos en lugar del perdido. Acuden con rapidez. Montecarlo mismo, después Piamonte, Albania, Montevideo, Cólico. Albania es el primero que me resulta llamativo en esta serie; enseguida se sustituye por Montenegro, al parecer siguiendo la oposición entre lo blanco y lo negro. Después veo que cuatro de estos nombres sustitutivos contienen la misma sílaba mon; capturo de repente el nombre olvidado y exclamo en voz alta: ¡Mónaco! Por consiguiente, los nombres sustitutivos han partido en efecto del olvidado; los cuatro primeros, de la primera sílaba; el último reproduce la división silábica y toda la sílaba final. Además, con facilidad hallo lo que me ha escamoteado ese nombre por un tiempo. Mónaco tiene relación también con Munich, es su nombre en italiano; esta ciudad ha ejercido la influencia inhibidora.

Es un bello ejemplo, por cierto, pero demasiado simple. En otros casos nos veríamos forzados a tomar una serie mayor de ocurrencias sobre los primeros nombres sustitutivos, y entonces la analogía con el análisis de sueños sería más nítida. He hecho también tales experiencias. En cierta ocasión en que un extranjero me invitó a beber con él vino italiano, le sucedió en el restaurante olvidar el nombre de un vino que quería pedir porque lo tenía en el mejor de los conceptos. Tras una multitud de ocurrencias sustitutivas que le acudieron en reemplazo del nombre olvidado, yo pude inferir que el miramiento por alguna Hedwig le había escamoteado el nombre del vino. En efecto, él confirmó que lo había probado por primera vez en compañía de una Hedwig; más aún: por este descubrimiento reencontró el nombre del vino. En ese tiempo llevaba una vida conyugal dichosa, y aquella Hedwig pertenecía a épocas anteriores, que no le era grato recordar.

Lo que es posible en el caso del olvido de nombres tiene que poder lograrse también en la interpretación de los sueños, a saber: volver accesible lo genuino retenido, mediante asociaciones anudadas a partir de un sustituto. Siguiendo el ejemplo del olvido de nombres, podemos suponer que las asociaciones sobre el elemento onírico estarán determinadas tanto por este último cuanto por lo genuino inconciente que le corresponde. Así habríamos aportado algo en justificación de nuestra técnica.