lunes, 10 de mayo de 2010

सलुद एन CANGUILHEM

Georges

Canguilhem y

el estatuto

epistemológico del

concepto de salud

Sandra Caponi

Doutora em lógica e filosofia da ciência,

profa. do Departamento de Saúde Pública da

Universidade Federal de Santa Catarina.

Rua João Pio Duarte Silva, 84/501, Córrego Grande,

88037-000, Florianópolis, SC — Brasil

E-mail: sandrap@repensul.ufsc.br

Revisão: Lucía d’Albuquerque

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L

a tematización de la salud, como una cuestión filosófica, pa-

rece tener por lo menos dos justificaciones plausibles. La

primera es que la salud es un tema filosófico frecuente en la

época clásica. De ese asunto se han ocupado, entre otros autores,

Leibniz, Diderot, Descartes, Kant y posteriormente Nietzsche.

Pero, cuando hablamos de salud parece ser Descartes quien se

ha convertido en una referencia obligada, desde el momento en

que se le atribuye la “invención de una concepción mecanicista

de las funciones orgánicas” (Canguilhem, 1990b, p. 20). Sin

embargo, esta afirmación parece ocultar algunas contribuciones

del pensamiento cartesiano. Por un lado está la distinción que se

debe hacer, según se indica en la VI meditación, entre un

mecanismo y un cuerpo humano, como por ejemplo, entre un

“reloj desregulado” y un “hombre hidrópico” (Descartes, 1981,

p. 73). Esta distinción, que difiere de aquella que podemos hacer

entre un reloj regulado y uno desregulado, indica la diversidad

existente entre la regulación maquínica y las funciones orgánicas

del hombre.

Por otro lado, y tal como lo afirma Maurice Merleau-Ponty,

será también Descartes quien reconocerá la existencia de una

parte del cuerpo humano vivo que es inaccesible a los otros, que

es, pura y exclusivamente, “accesible a su titular”. Será justamente

a partir de esta indicación de Descartes que Canguilhem construirá

su argumentación referida a la salud como un concepto vulgar y

como una cuestión filosófica. Aunque en la misma insistirá en la

necesidad de no tomar en serio el mecanicismo cartesiano pues,

según dirá, es imposible hablar de salud en un mecanismo.

La segunda justificativa será enunciada por Canguilhem en el

texto ya referido: La santé: concept vulgaire e question

philosophique. Allí nos recordará, siguiendo a Merleau-Ponty,

que “la filosofía es el conjunto de cuestiones donde aquel que

cuestiona es el mismo puesto en cuestión” (Canguillem, 1990b,

p. 36). En la medida en que todos nosotros compartimos esos

hechos propios de la condición humana, como son el padecimiento

del dolor y el sufrimiento, y en la medida en que todos vivimos

silenciosamente ese fenómeno al que le damos el nombre de

salud, parece que nos deparamos inevitablemente con una de

esas cuestiones en la que necesariamente estamos involucrados,

en la que necesariamente nos ponemos nosotros mismos en

cuestión.

De hecho no fue exclusivamente el pensamiento filosófico

clásico quien se ocupó de la salud. Basta que recordemos a

Nietzsche. Posteriormente serán Maurice Merleau-Ponty y Georges

Canguilhem quienes tomarán la salud como objeto de problematización

filosófica. El primero, centrándose en la temática de la corporeidad;

el segundo, en la oposición normal-patológico y en la historia de las

ciencias bio-médicas.

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Nos proponemos hacer aquí una revisión de la conceptualización

de la salud que Georges Canguilhem hará en diversos textos. De manera

obligada deberemos detenernos en el análisis de la primera edición de

Lo normal y lo patológico que data de 1943, así como en los ensayos

que después de veinte años darán lugar a la versión revisada de esa

obra. Con todo, será casi cincuenta años después de la primera edición

de Lo normal y lo patológico, en el año 1990, que este autor

problematizará el estatuto epistemológico de esa noción. Entonces,

intentará dar respuesta a la pregunta de si debemos hablar de un

concepto científico, de un concepto vulgar o de una cuestión filosófica

cuando nos referimos a la salud.

Canguilhem (1990b, p. 13) tomará como punto de partida para

este análisis a la tercera parte del Conflicto de las facultades de I.

Kant: “Podemos sentirnos bien, esto quiere decir, juzgar según

nuestra impresión de bienestar vital, pero nunca podemos saber si

estamos bien. La ausencia de la impresión (de estar enfermo) no le

permite al hombre expresar que él está bien, sino aparentemente

decir que él aparentemente está bien.” Lo que Kant afirma en

estas pocas y simples líneas es de absoluta relevancia. Nos invita a

pensar que la salud es un objeto ajeno al campo del saber objetivo.

Por su parte Canguilhem endurecerá y llevará al límite ese enunciado

kantiano al sustentar la tesis de que “no hay ciencia de la salud. La

salud, dirá, no es un concepto científico, es un concepto vulgar.

Esto no quiere decir trivial sino simplemente común, al alcance de

todos” (Canguilhem, idem, p. 14). Podemos decirlo de otro modo.

La salud no pertenece al orden de los cálculos, no es el resultado

de tablas comparativas, leyes o promedios estadísticos y, por lo

tanto, no pertenece al ámbito de los iniciados. Es, por el contrario,

un concepto que puede estar al alcance de todos, que puede ser

enunciado por cualquier ser humano vivo.

Para sostener esta tesis revisará rápidamente el discurso científico

mostrándonos que fisiólogos y biólogos prefieren prescindir de

cualquier conceptualización de la salud. Tal es el caso de Starling,

fisiólogo inglés inventor del término hormonio, en cuyo tratado,

Principios de humam phisiology, no aparece, en ningún momento,

la palabra ’health’ indexada. Claude Bernard, por su parte, parece

asociar la salud con divagaciones metafísicas. Así, aunque pueda

utilizar la expresión “organismo en estado de salud”, afirmará

explícitamente que “sólo hay en fisiología condiciones propias

para cada fenómeno que es preciso determinar exactamente, sin

perderse en divagaciones sobre la vida, la muerte, la salud, la

enfermedad y otras entidades de la misma especie” (idem, ibidem,

p. 19).

Esta exclusión explícita del concepto de salud del ámbito que

es propio del discurso científico, resulta ser altamente significativa.

Si nos preguntamos por los motivos de tal exclusión veremos que

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se deriva necesariamente del hecho de negarnos a aceptar esa

antigua y arraigada asociación por la cual se vincula la salud del

cuerpo con un efecto necesario de tipo mecánico. Si nos negamos

a aceptar la asociación cuerpo-mecanismo y pensamos que para

una máquina su estado de funcionamiento no es su salud y que su

desregulación nada tiene que ver con la enfermedad, entonces

deberemos excluir del concepto de salud las exigencias de cálculo

(de contabilidad) que poco a poco absorbieron su sentido individual

y subjetivo. Lo cierto es que, a partir del momento en que hablamos

de la salud como un fenómeno “no contabilizado, no condicionado,

no medido por aparatos”, la misma “dejará de ser un objeto para

aquel que se dice o se piensa especialista en salud” (idem, ibidem,

p. 24). Ocurre que cuando hablamos de salud no podemos evitar

las referencias al dolor o al placer y de ese modo estamos

introduciendo, sutilmente, el concepto de “cuerpo subjetivo”.

Entonces, no podremos dejar de hablar en primera persona allí

donde el discurso médico se obstina en hablar en tercera persona.

La trayectoria de Canguilhem como epistemólogo e historiador

de las ciencias nos impiden pensar que estas afirmaciones

pretendan sustentar una vuelta a la naturaleza salvaje o un

individualismo radical. De todos modos, en el texto referido,

Canguilhem tomará cuidado de distanciar este concepto vulgar

de salud, así como el concepto de cuerpo subjetivo o aquello

que llama de “salud en estado libre”, de esas modalidades actuales

de pensamiento que son el naturalismo y el anti-racionalismo.

Canguilhem está consciente de que “la defensa de la salud salvaje

privada, por no tomar en consideración la salud científicamente

condicionada, adoptó todas las formas posibles, inclusive las más

ridículas”.

1

El cuerpo subjetivo no es lo otro del saber científico, uno no

representa la alteridad radical del otro. Por el contrario, el cuerpo

subjetivo precisa de esos saberes que le sugieren aquellos artificios

que le permitirán sostenerse. “Una cosa es preocuparse por el

cuerpo subjetivo y otra es pensar que tenemos la obligación de

liberarnos de la tutela, juzgada represiva, de la medicina.” “El

reconocimiento de la salud como verdad del cuerpo, en sentido

ontológico, no sólo puede sino que también debe admitir la

presencia, como margen y como barrera, de la verdad en sentido

lógico, o sea de la ciencia. Ciertamente, el cuerpo vivido no es un

objeto, pero para el hombre vivir es también conocer” (idem,

ibidem, p. 36)

Esa salud sin idea, “presente y opaca”, es de todos modos lo

que valida y soporta las intervenciones que el saber médico puede

sugerir como artificios para sustentarla. Si hablamos de sugerir es

porque es necesario que el saber médico se disponga a aceptar

que cada uno de nosotros lo instruya sobre aquello que “solo yo

1

Canguilhem (1990,

p. 34) hará una

referencia significativa

en este punto. Dirá

que “el mismo hombre

que militó por una

sociedad sin escuelas

apeló por una

insurrección contra lo

que llamó de

‘expropiación de la

salud’, haciendo así una

clara alusión a Némesis

de la medicina, de

Ivan Illich.

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estoy capacitado para decirle”. Mi médico será, entonces, aquel

que me auxilie en la tarea de dar un sentido, que para mi no es

evidente, a ese conjunto de síntomas que de manera solitaria no

consigo descifrar. Un verdadero médico, dirá Canguilhem, será

aquel que acepte ser un exégeta más que un conocedor.

Si concordamos con Canguilhem en esta tesis de que no existe

un “concepto científico” de salud, entonces deberemos intentar

esclarecer que es lo que entiende por aquello que llamó de

“concepto vulgar”. Creemos que la delimitación de este concepto

nos permitirá llevar adelante un cuestionamiento de esas

definiciones de salud, que parecen ser en menor o mayor grado

aceptadas por todos (más o menos hegemónicas), para poder señalar

así cuales son sus límites y dificultades.

Pensemos en la definición dada por la Organización Mundial de

Salud (OMS) y por la VIII Conferencia Nacional de Salud (Brasília,

marzo de 1986) o aquella fundamentada en la idea de equilibrio y

de adaptación al medio. De ahí que nuestro interés en problematizar

esas conceptualizaciones corrientes de la salud tiene como objetivo

fundamental evidenciar que el ámbito de los enunciados, el ámbito

de los discursos, está en permanente cruzamiento con el ámbito de

lo no discursivo, de lo institucional. Es por ello que la aceptación de

determinado concepto implica mucho más que un enunciado, implica

el direccionamiento de ciertas intervenciones efectivas sobre el cuerpo

y la vida de los sujetos, implica la redefinición de ese espacio

donde se “ejerce el control administrativo de la salud de los

individuos”. Comencemos ahora por analizar e intentar esbozar ese

concepto vulgar de salud que propone Canguilhem.

La salud como apertura al riesgo

Ese concepto vulgar, que escapa de todo cálculo, tanto de

promedios estadísticos como de medición por aparatos, esa salud

no condicionada, es pensada por Canguilhem en términos de

“margen de seguridad”. Es por eso que dirá que al hablar de una

salud deficiente estamos hablando de “la restricción del margen de

seguridad, la limitación del poder de tolerancia y de compensación

a las agresiones del medio ambiente” (idem, ibidem, p. 35). Como

vemos, cincuenta años después, Canguilhem permanecerá fiel a

aquello que llamó de un esbozo de definición de salud en el año

1943. La salud era entendida entonces por referencia a la posibilidad

de enfrentar situaciones nuevas, por el margen de tolerancia (o de

seguridad) que cada uno posee para enfrentar y superar las

infidelidades del medio.

Quizás la mayor riqueza del análisis de Canguilhem esté en su

insistencia en tomar como punto de partida las infidelidades, los

errores. Lo normal y lo patológico introduce una importante

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inversión en los estudios referidos a la salud, una inversión por la

cual se privilegia el estudio de las anomalías, de las variaciones,

de los errores, de las monstruosidades, de las infracciones y de las

infidelidades, para así comprender e intentar demarcar el alcance

y los límites de los conceptos de normalidad, media, tipo y salud.

Como él mismo afirmará veinte años después de esa primera

edición: “hoy insistiría en la posibilidad y aún en la obligación de

esclarecer las formaciones normales por el conocimiento de las

formas monstruosas. Afirmaría, aún con mayor convicción, que no

hay diferencia entre una forma viva perfecta y una forma viva

malograda” (idem, 1990a, p.13). Este privilegio concedido al error

nos habla claramente de un concepto de salud que es ajeno a

cualquier padronización y a cualquier determinación fija y

preestablecida. El concepto de salud que será enunciado a partir

de allí deberá considerar e integrar las variaciones y las anomalías,

deberá ser lo suficientemente relativo como para atender a las

particularidades de aquello que para unos y para otros está contenido

en su percepción de lo que es “salud” y “enfermedad”. Siguiendo

esta misma línea argumentativa, Christophe Dejours (1986, p. 8) podrá

afirmar, refiriéndose específicamente al trabajo, que “es la variedad,

la variación, los cambios, lo que resulta más favorable a la salud”.

Pensar en la salud a partir de las variaciones y de las anomalías

implica negarse a aceptar un concepto que se pretenda de valor

universal, y consecuentemente, implica negarse a considerar la

enfermedad en términos de dis-valor o contra-valor. “Al contrario de

ciertos médicos siempre dispuestos a considerar las enfermedades

como crímenes porque los interesados son de cierta forma

responsables, por exceso o por omisión, creemos que el poder y la

tentación de tornarse enfermo es una característica esencial de la

fisiología humana. Transponiendo una frase de Paul Valéry, se puede

decir que “la posibilidad de abusar de la salud forma parte de la

salud” (Canguilhem, 1990a, p. 162). Desde esta perspectiva la salud

puede ser pensada como la posibilidad de caer enfermo y de poder

recuperarse, como “una guía reguladora de las posibilidades de

acción”. “Lo normal es vivir en un medio en que fluctuaciones y

nuevos acontecimientos son posibles” (idem, ibidem, p. 146).

Este análisis nos remite al concepto de “cuerpo subjetivo” al que

ya hicimos referencia. Y es a partir de esa singularidad que se pensará

al cuerpo vivo, “ese existente singular cuya salud expresa los poderes

que lo constituyen a partir del momento en que debe vivir bajo la

imposición de tareas, esto es en relación a la exposición a un medio

que él mismo no escogió” (idem, 1990b, p. 22). Es esa posibilidad,

diferente en cada uno de nosotros, de representarnos el conjunto de

capacidades o poderes que poseemos para conseguir enfrentar las

agresiones a las que necesariamente e inevitablemente estamos

expuestos.

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Ahora bien, este cuerpo no es una esencia presente de una vez

y para siempre. Supone una duplicidad: por un lado es aquello

que nos es dado (el genotipo), pero por otro, es algo que pertenece

al orden del efecto, es un producto (un fenotipo). Es en el juego

de esa duplicidad que se recortan las singularidades y que se

definen las capacidades para enfrentar las infidelidades. En el

primer caso, y al hablar de las composiciones peculiares del

patrimonio genético que existe en cada uno de nosotros, Canguilhem

resaltará que los errores de codificación genética pueden o no

determinar la existencia de patologías según sean las demandas

que el medio impone a los sujetos.

Pero es a partir del cuerpo entendido como efecto, como

producto, que surgen cuestiones teóricas y políticas que merecen

ser analizadas de manera detenida. “El cuerpo es un producto en

la medida en que su actividad de inserción en un medio

característico, su modo de vida escogido o impuesto, deporte o

trabajo, contribuyen a modelar su fenotipo, o sea a modificar su

estructura morfológica llevando a singularizar sus capacidades”

(idem, ibidem, p. 24).

Existen aquí dos cuestiones, referidas a dos modalidades diversas,

que adquiere el vínculo entre salud y sociedad que precisan ser

consideradas. Por un lado, existen condiciones de vida impuestas,

convivencia en un medio con determinadas características que no

son ni podrían ser escogidas: alimentación deficiente, analfabetismo

o escolaridad precaria, distribución perversa de la riqueza,

condiciones de trabajo desfavorables, etc. Todas estas características,

sumadas a las diferencias existentes en relación a las condiciones

de saneamiento básico, constituyen ese conjunto de elementos

que precisa ser considerado a la hora de programar políticas públicas

e intervenciones tendientes a crear estrategias de transformación

de las desigualdades que se definen como causas predisponentes

para diversas enfermedades. Hasta aquí la etiología social de la

enfermedad nos remite al ámbito de lo público y es en ese ámbito

que deberían delinearse las estrategias de intervención.

Por otra parte, existen estilos de vida escogidos, elecciones y

conductas individuales que pertenecen al ámbito de lo privado

pero que, sin embargo, también consideramos como datos a ser

explicitados cuando hablamos de “etiología social”. Es preciso

recordar que la normalización de las conductas y de los estilos de

vida forma parte del propio nacimiento de la medicina social.

Desde entonces, el ámbito de lo público y el ámbito de lo privado,

comenzaron a borrar sus fronteras haciendo que las políticas de

salud se conviertan en intervenciones, muchas veces coercitivas,

sobre la vida privada de sujetos considerados como “promiscuos”,

“alienados” o simplemente “irresponsables”. Al hablar del cuerpo

como un producto debemos considerar la complejidad de esa

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distinción que es aparentemente trivial (basta pensar en las políticas

de vacunación), pues, hasta hoy parece existir una falta de simetría

entre las intervenciones que privilegian uno u otro de esos ámbitos.

Así parece que resulta más simple normalizar conductas que

transformar condiciones perversas de existencia. “Es aquí que cierto

discurso encuentra su ocasión y justificación. Este discurso es el de

la higiene, disciplina médica tradicional, recuperada y disfrazada

por una ambición socio-político-médica de reglamentación de la

vida de los individuos.”

Esa consideración del cuerpo como algo dado y como un

producto llevará a Canguilhem a diferenciar la salud como estado

y como orden. Al hablar de la salud como un estado del cuerpo

dado, Canguilhem retomará el esbozo de esa definición de salud

que en 1943 diera en Lo normal y lo patológico. Es “poder caer

enfermo y recuperarse” y así al superar las enfermedades

convertirse en un cuerpo “más válido”. Es a partir de aquí que

podemos pensar en Pasteur. Acaso “la vacuna no es el artificio

de una infección justamente calculada para permitirle al organismo

oponerse, a partir de allí, a una infección salvaje?” (idem, ibidem,

p. 26). Por el contrario, una salud deficiente es aquella cuyo

margen de tolerancia es reducido. Así, lo que más tememos al

caer enfermos es la debilidad que nos expone a enfermedades

futuras disminuyendo de ese modo nuestro margen de seguridad.

Por otra parte, al referirse a la salud como expresión del cuerpo

“producto”, Canguilhem dirá que “es una seguridad vivida en el

doble sentido de seguridad contra el riesgo y de audacia para

corregirlo. Es el sentimiento de tener la capacidad de superar las

capacidades iniciales, es poder mandar a hacer al cuerpo aquello

que en principio parecía imposible” (idem, ibidem, p. 27). Y esto

puede ser dicho no sólo de los atletas o de las personas que

consiguen ajustar su organismo a exigencias diferentes de aquellas

que son esperables, sino también de aquellas que consiguen

transformar, corregir un medio social que es adverso. Salud es

entonces poseer una capacidad de tolerancia o de seguridad que

es más que adaptativa.

Por el contrario, la disminución de la salud referida al cuerpo

entendido como producto supone límites a esas compensaciones

contra las agresiones del medio. Y de la misma manera en que

ciertas enfermedades contribuyen a disminuir ese margen de

tolerancia, existe todo un conjunto de condiciones desfavorables

de existencia que deben ser consideradas como siendo causas

predisponentes para enfermedades futuras, tal es el caso de: falta

de alimentación adecuada, trabajo infantil, desnutrición o exposición

a inclemencias ambientales. Resta ahora intentar analizar, a partir

de este “concepto vulgar” esbozado por Canguilhem, aquellas

definiciones y conceptualizaciones de la salud que hoy son, de

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manera general, aceptadas para poder señalar así cuales son sus

límites y dificultades.

La salud como equilibrio

El equilibrio entre el organismo y el medio es, quizás, el modo

más clásico y antiguo de conceptualizar la salud. Recordemos que

una de las primeras definiciones que la historia nos revela se

refiere a la salud como equilibrio. Galeno, en uno de sus 83 textos

llamado Definiciones médicas, afirma que “la salud es el equilibrio

íntegro de los principios de la naturaleza, o de los humores que en

nosotros existen, o la actuación sin ningún obstáculo de las fuerzas

naturales. O, también, es la cómoda armonía de los elementos”

(Moura, 1989, p. 42).

Esta definición clásica, aunque transformada, permanece hasta

nuestros días bajo las más diversas enunciaciones. Hoy podemos

encontrarla como marco obligado de referencia para diferentes

grupos profesionales del área de salud. Tal es el caso de la definición

dada por Perkins: “salud es un estado de relativo equilibrio de

forma y de función del organismo que resulta de su ajuste dinámico

satisfactorio a las fuerzas que tienden a perturbarlo. No es un

interrelacionamiento pasivo entre la materia orgánica y las fuerzas

que actúan sobre ella, sino más bien una respuesta activa del

organismo en el sentido de ajuste” (Kawamoto, 1995, p. 11). La

crítica más frecuente dirigida a este concepto dirá que aun cuando

se hable de equilibrio dinámico y de respuesta activa, la crítica se

restringe pura y exclusivamente al ámbito de lo biológico, de lo

orgánico y así acaba reduciendo el fenómeno de la salud a un

mecanismo adaptativo sin detenerse a problematizar el hecho de

que muchas veces es el propio medio el que determina y condiciona

la aparición y la distribución social de las enfermedades. En tal

sentido se dirá que nos encontramos frente a un concepto restricto

y negativo. La salud es entendida exclusivamente como ausencia

de enfermedad y será como respuesta a esa restricción que surgirán

otros conceptos “ampliados” que afirmarán que la salud es algo

más que esa ausencia. En esta línea deberemos ubicar la definición

de salud dada por la OMS y aquella que fue enunciada en la VIII

Conferencia Nacional de Salud que, como veremos, también precisan

ser revisadas.

En la misma línea argumentativa, Ingman Pörn (1984, p. 7)

conceptualizará la salud en términos de equilibrio y afirmará que

“la salud es el estado que una persona obtiene exactamente en el

momento en que su repertorio de acción es relativamente adecuado

a los objetivos por ella establecidos”. Lennart Nordenfelt (1984, p. 12)

será categórico en su crítica a esta definición. Como él mismo

afirma, su principal objeción se dirije a la tesis del equilibrio cuyo

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problema crucial se encuentra en la variabilidad existente entre

los objetivos propuestos por diferentes personas. Si consideramos

esta variabilidad y el hecho de que muchas veces establecemos

metas que son inalcanzables, situaciones en las cuales no existe

armonía entre el repertorio de acciones y los objetivos establecidos,

parece que nos encontraríamos a cada paso con un caso de

enfermedad. Refiriéndose a la definición de Pörn dirá: “creo que

es obvio que allí se envuelve un uso considerablemente elástico

de la connotación que comúnmente damos a la ‘enfermedad’. Acaso

podemos aceptar la idea de que todos los casos de ‘fracaso’ (cuando

se debe a causas interpersonales) son casos de enfermedad?”

Nordenfelt parecería inscribirse así dentro de la perspectiva

teórica abierta por Canguilhem. Recordemos que para éste último

las infidelidades del medio, los fracasos, los errores y el malestar

forman parte constitutiva de nuestra historia porque nuestro mundo

es un mundo de accidentes posibles. Y es a partir de nuestra capacidad,

que no es unívoca sino diversa, para tolerar esas infracciones que

debemos pensar en el concepto de salud. Siendo así, la salud no

puede ser reducida a un mero equilibrio o capacidad adaptativa, sino

que debe ser pensada como esa capacidad que poseemos de instaurar

nuevas normas en situaciones que nos resultan adversas.

Recordemos que la salud puede definirse como “el conjunto de

seguridades en el presente y de seguros para el futuro”, como la

posibilidad de caer enfermo y recuperarse. La salud es en definitiva,

algo así como “un lujo biológico”. Como vemos, este concepto

nada tiene que ver con los parámetros de equilibrio, de adaptación

o de conformidad con el medio ambiente. Nada tiene que ver con

un interrelacionamiento pasivo entre la materia orgánica y las fuerzas

que actúan sobre ella, pero tampoco puede ser reducido a una

respuesta activa del organismo en el sentido de reajuste.

Podríamos decir que la definición de salud dada por Canguilhem

supone esta capacidad de adaptación. Sin embargo, la excede. Es

que la explicación orgánica de ajuste o adaptación no corresponde,

desde su perspectiva teórica, al concepto de salud sino al concepto

de “normalidad”. Podríamos decir que esa capacidad de ajuste nos

habla de un organismo normal que sin embargo podemos o no

considerar como saludable. Pensemos, por ejemplo, en una persona

que por alguna causa posee solamente un riñón. Supongamos

también que esta persona consigue cumplir con las demandas que

su medio le impone, consigue llevar una vida libre de obstáculos y

dar respuestas activas de modo tal que consigue conquistar un

ajuste y una interrelación de forma y de función con su medio

ambiente. Diremos en tal caso que esta persona es normal, en el

sentido restricto de compatibilidad con la vida, aunque no pueda

ser considerada como “saludable”. Y esto se fundamenta en la

incapacidad que caracteriza a esta persona para vivir en un medio

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diferente, en un medio que no sea restrictivo y controlado en relación

al cual ya ha conquistado un estado de equilibrio. En este caso,

como en otros, pensemos en ciertas malformaciones o afecciones.

Una persona puede ser normal en un medio determinado y no serlo

delante de cualquier variación o infracción del mismo. Recordemos

que saludable es, desde esta perspectiva, aquel que tolera y enfrenta

las infracciones.

Digamos, por fin, que por “normal” debemos entender algo

más que “compatible con la vida”. El concepto de normal está

indisolublemente vinculado con el promedio estadístico o tipo.

Sabemos que estos conceptos, lejos de ser estrictamente biológicos,

responden a parámetros o promedios considerados como “normas”

de adaptación y de equilibrio con el medio ambiente. Canguilhem

establece a este respecto un debate con aquellos teóricos que

suponen que existe una identificación entre norma y promedio

por la cual los valores considerados como promedios estadísticos

nos darían las medidas ciertas de aquello que debe ser considerado

como normal para un organismo. En Lo normal y lo patológico

invertirá esta suposición y afirmará que, en sentido estricto, no es

el promedio el que establece lo normal, sino que por el contrario,

“las constantes funcionales exprimen normas de vida que no son

el resultado de hábitos individuales sino de valores sociales y

biológicos”. Afirma que debemos considerar a los promedios

(constantes) fisiológicos como expresión de normas colectivas de

vida histórica y socialmente cambiantes.

Esto implica afirmar que cuando el hombre inventa formas de

vida inventa también modos de ser fisiológicos y es a través de la

variación de las normas sociales y vitales que se producen

variaciones en los promedios estadísticos que consideramos

constantes funcionales. De aquí podemos concluir que a medida

que el concepto de salud se piensa como equilibrio y adaptación,

como ajuste con el medio ambiente que puede ser traducido en

términos de promedios estadísticos y de constantes funcionales,

estamos olvidando o pasando por alto un hecho significativo: no

existe una barrera que separe taxativamente lo normal y lo

patológico. “Siendo que lo normal no tiene la rigidez de una

determinante que valga para toda la especie, sino la flexibilidad

de una norma que se transforma en relación a las condiciones

individuales, entonces es claro que el límite entre lo normal y lo

patológico se hace impreciso” (Canguilhem, 1990a, p. 145).

Esta imprecisión que se refiere a las fronteras estadísticas que

separan a varios individuos considerados simultáneamente es, en

cambio, “perfectamente precisa para un único y mismo individuo

considerado sucesivamente” (idem, ibidem). Como Canguilhem

insistirá, la distinción entre lo normal y lo patológico es algo muy

diferente de una simple variación cuantitativa como supusieron Claude

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Bernard, Augusto Comte o Émile Durkheim. Existe, por el contrario,

una diferencia sustancial, cualitativa entre un estado y otro que no

puede reducirse a cálculos, promedios o constantes. “Lo patológico

implica un sentimiento directo y concreto de sufrimiento y de

impotencia, sentimiento de vida contrariada” (Canguilhem, 1976, p.

187). La salud, por su parte, implica mucho más que la posibilidad

de vivir en conformidad con el medio externo, implica la capacidad

de instituir nuevas normas.

Salud y bienestar

Recordemos una vez más la definición de salud enunciada

por la OMS: “La salud es un completo estado de bienestar físico,

mental y social y no la mera ausencia de molestia o enfermedad”

(Moura, 1984, p. 43). Esta definición es frecuentemente objeto

de críticas. Se dice, por ejemplo, que es un concepto utópico

porque ese estado es inalcanzable. Se dice que es imposible

medir el nivel de salud de una población a partir de ese concepto

porque las personas no permanecen constantemente en estado

de bienestar. Se afirma, la mayor parte de las veces, que se trata

de una definición carente de objetividad por que está fundada en

un concepto subjetivo que es el concepto de bienestar. Madel

Luz (1979, p. 165), por ejemplo, dirá que “no es necesario ni

posible adoptar la poética definición de la OMS porque no

tendríamos como medir, por la subjetividad implícita en la

definición, la extensión de la ausencia de salud en la población

brasilera a lo largo de su historia”.

Según parece, la mayor dificultad de esta definición radica en el

carácter “cambiante”, “móvil” y “subjetivo” que parece ser inherente

al concepto de bienestar. Creemos, sin embargo, que el carácter subjetivo

parece ser un elemento inherente a la oposición salud-enfermedad.

Es necesario pensar, que aunque se restrinja el fenómeno salud al

ámbito de lo puramente biológico, existe un elemento, caracterizado

y categorizado como síntoma, que no puede ser nunca liberado

absolutamente de su carácter subjetivo. Nos referimos al “dolor”. En la

medida en que todo dolor es una sensación, necesariamente variará

de acuerdo a aquel que lo siente y no siempre podrá ser enunciada

del mismo modo por diferentes sujetos, aun cuando pueda ser

reducido a un “padrón constante”. De acuerdo con esto, será preciso

afirmar que incluso el más riguroso y estrecho mecanicismo biologisista

(en la medida en que no puede prescindir de referencias a “síntomas”

y consecuentemente a estados subjetivos de “dolor”) no puede escapar

de esa crítica.

Esto es, el carácter subjetivo es inseparable del concepto de

salud y esa asociación permanecerá cualquiera sea la definición,

restricta o ampliada, que demos de la misma.

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Ciertamente, no pretendemos afirmar aquí que la definición de

la OMS no tiene objeciones. Por el contrario, creemos que es

necesario problematizarla mostrando que existe una dificultad

inherente a la misma. Creemos que este concepto, más que

impracticable, por utópico y subjetivo, puede resultar políticamente

conveniente para legitimar estrategias de control y de exclusión

de todo aquello que consideramos como indeseado o peligroso.

En el momento en que se afirma que el “bienestar” es un valor

(físico, psíquico y social) se está reconociendo como perteneciente

al ámbito de la salud todo aquello que en una sociedad y en un

momento histórico preciso calificamos de modo positivo (aquello

que produce o que debería producir una sensación de bienestar):

la laboriosidad, la convivencia social, la vida familiar, el control de

los excesos. Y al hacerlo se descalificará, inevitablemente, como

un dis-valor, como su reverso patológico y enfermizo todo aquello

que se presente como peligroso, indeseado o que simplemente se

considera como un mal. Como afirma Canguilhem (1990a, p. 211)

citando a Bachelard: “la voluntad de limpiar necesita de un

adversario que esté a su altura”.

Nos parece que hay algo que se escapa en esa definición, algo

que Nietzsche supo enunciar en uno de sus aforismos de La gaya

ciencia (af. 338) cuando denuncia que aquellos que pretenden

socorrer a los otros “no piensan que el infortunio puede ser una

necesidad personal y que ustedes y yo podemos necesitar tanto del

terror, de las privaciones, de la pobreza, de las aventuras, de los

peligros, de los desengaños como de los bienes contrarios”. Lo

cierto es que, los infortunios así como las enfermedades, sean

procurados o no deseados, forman parte de nuestra existencia y no

pueden ser pensados en términos de crímenes y de castigos. Y es

algo de eso lo que hacemos cuando pensamos las infracciones en

términos de enfermedad, cuando asistimos medicamente a los

“indeseables”, cuando consideramos como objeto de medicalización

a aquellos sujetos que no desean, o simplemente no procuran conquistar

ese amplio y equívoco valor al que llamamos de “bienestar”.

Y esta ambigüedad parece ser aún más difícil de aceptar cuando

hablamos de bienestar social o mental. Dejours (1986) afirmará

que no sólo es difícil precisar lo que debemos entender por “bienestar

mental”, sino que yendo más lejos, puede resultar “muy peligroso

intentar precisarlo”. Para explicar esto recurrirá a dos ejemplos: el

alcoholismo y la angustia. El estado de bienestar parece suponer

una existencia sin angustias, sin considerar que forman parte de la

propia historia de cada ser humano pudiendo resultar mucho más

estimulante que la absoluta carencia de desafíos, algo así como la

calma que precede a la nada.

Pero al hablar de bienestar social y mental, sin problematizar

esos conceptos, el discurso médico acaba ocupando el lugar del

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discurso jurídico y todo aquello que consideramos peligroso se

torna objeto de una intervención que ya no estará fundada en la

pretensión de proteger a la sociedad de esos sujetos indeseables,

sino que por el contrario, se sustentará en la certeza de que esa

intervención persigue un objetivo altruista: la recuperación de esos

sujetos. Es preciso negarse a aceptar cualquier tentativa de

caracterizar a los infortunios como patologías que deben ser

medicamente asistidas, así como es preciso negarse a admitir un

concepto de salud fundado en una asociación con todo aquello

que consideramos como moral o existencialmente valorable. Por

el contrario, es preciso pensar en un concepto de salud capaz de

contemplar y de integrar la capacidad de administrar en forma

autónoma ese margen de riesgo, de tensión, de infidelidad, y por

que no decirlo, de “malestar” con el que inevitablemente todos

debemos convivir.

Si analizamos ahora el concepto de salud de la OMS desde la

perspectiva teórica apuntada por Canguilhem, veremos que aquí

también existe un equívoco y una superposición entre los conceptos

de salud y normalidad. Es que el concepto de normal es doble. Por

un lado nos remite, como ya vimos, a la noción de promedio

estadístico, de constantes y tipos, pero por otro lado, se trata de un

concepto valorativo que se refiere a aquello que es considerado

como deseable en un determinado momento y en una determinada

sociedad. Ocurre que, tal como afirma Michel Foucault (1992, p. 181),

“el elemento que circula de lo disciplinario a lo regulador, que se

aplica al cuerpo y a las poblaciones y que permite controlar el

orden del cuerpo y de los hechos de una multiplicidad humana es

la norma”.

Es por eso que para Canguilhem (1976, p. 204), el concepto de

normal, entendido como valor, no se opone ni a la enfermedad ni

a la muerte, sino a la monstruosidad que es su contra-valor vital. Y

la monstruosidad no es un fenómeno biológico, sino que es

intermediario entre lo médico y lo jurídico. Monstruosidad se asocia

a diferencia, a variabilidad de valor negativo en sentido vital y

social. Es aquello que consideramos como social y medicamente

peligroso y nocivo.

Recordemos que la definición de la OMS nos habla de un estado

de bienestar físico, mental y social. Sin embargo, parece no

considerarse que lo que llamamos bienestar se identifica con todo

aquello que en una sociedad, y en un momento histórico preciso,

es valorizado como “normal” excluyendo, en consecuencia, todo

aquello que desvalorizamos y consideramos como simple “anomalía”

o “monstruosidad”.

Esta definición corre por lo menos dos riesgos. Por un lado se

limita a valorizar la capacidad de aceptación de aquello que es

considerado como deseable, desconociendo así, que el concepto

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de salud excede la aceptación y se vincula con la capacidad de ser

normativo. Por otra parte, y como ya lo dijimos, Canguilhem toma

como punto de partida para sus análisis un hecho que contradice

esa definición fundamentada en el concepto de “bienestar”. Para

él, las infidelidades del medio, los fracasos, los errores y el malestar

forman parte constitutiva de nuestra historia y desde el momento

en que nuestro mundo es un mundo de accidentes posibles, la

salud no podrá ser pensada como carencia de errores y sí como la

capacidad de enfrentarlos.

El concepto de bienestar, tal como el concepto de equilibrio,

limita el alcance de la salud a ese ámbito que es propio del concepto

de normalidad, que piensa la normalidad, ya no en términos de

promedios estadísticos y constantes funcionales, sino en términos

de valores que son social e históricamente afirmados como tales.

El concepto de la OMS excluye cualquier posibilidad de pensar

en las anomalías como simples variaciones del tipo específico que

pueden devenir, en ciertas circunstancias, también normativas. Esto

nos lleva a otra dificultad. En el momento en que se asocian los

conceptos de normalidad y salud, también y como consecuencia

inevitable, se asociarán los conceptos de patología y anomalía.

Siendo así, cualquier variación del tipo específico (tal es la definición

que Canguilhem da de anomalía) será considerada como patológica,

esto es como una variación biológica de valor negativo y

consecuentemente como medicalizable. Esta extensión de la

terapéutica a cualquier variabilidad parece olvidar que la patología

sólo puede ser así considerada por referencia al reconocimiento

que el propio ser vivo hace de sí como enfermo, pues sólo él

puede conocer el punto exacto en que comienza la enfermedad.

Ese punto estará dado por la incapacidad de dar respuesta a los

deberes que su medio le impone. Como ya señalamos, estar

enfermo es poder vivir sólo en un medio restricto, limitado.

Por fin, digamos que las mismas dificultades señaladas por Dejours

(1986) al hablar de bienestar mental se repiten al hablar de bienestar

social. Como afirmará Canguilhem (1990a, pp. 223 e ss.) en su

crítica a Comte: no podemos hablar sin ambigüedad de normalidad

y de patología social. Lo normal y lo patológico, aunque nos remitan

a valores sociales, no pueden ser pensados independientemente

de los valores vitales y, consecuentemente, no pueden ser

predicados sin generar dificultades en lo social.

Según la concepción de Canguilhem, no existen las así llamadas

patologías, ni las así llamadas anormalidades sociales. En ese sentido

un “malestar social”, bajo ningún aspecto, podría ser pensado como

una patología tal como puede ser, por ejemplo, aquel que es

experimentado por un extranjero ante las dificultades e infidelidades

que su nuevo medio le impone. Es justamente en ese amplio

margen de patologías sociales donde pueden centrarse las críticas

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a Comte y a Durkheim. Ambos supusieron, aunque de maneras

diferentes, que es posible trazar analogías entre el cuerpo y la

sociedad y que, en consecuencia, es posible hablar de anomalías o

de patologías sociales que abarcan un amplio espectro que puede

incluir al suicidio, al crimen o a la revolución.

La salud como valor social

Analicemos ahora el concepto “ampliado” de salud formulado

en la VIII Conferencia. El mismo posee la capacidad y el mérito

de haber conseguido direccionar la atención para la estrecha

conexión existente entre la salud de los sujetos y la sociedad de la

que forman parte.

Recordemos su enunciado: “En sentido amplio la salud es la

resultante de las condiciones de alimentación, habitación, educación,

renta, medio ambiente, trabajo, transporte, empleo, tiempo libre,

libertad, acceso y posesión de tierra y acceso a los servicios de

salud. Siendo así, es principalmente el resultado de las formas de

organización social, de producción, las cuales pueden generar

grandes desigualdades en los niveles de vida” (Fase Publicações,

1987, pp. 10-1).

Nos encontramos aquí con la explicitación de un reconocimiento

que ya era propio de la tradición higienista centrada en la

determinación social de la enfermedad. Tal reconocimiento nos

parece, sin duda, que no tiene objeción. Resulta imprescindible

explicitar, aunque sea bajo una enunciación meramente agregativa,

los factores que socialmente inciden y determinan el estado de

salud y de enfermedad de los sujetos, considerados individualmente

o como grupos humanos. Creemos, sin embargo, que es preciso

cuestionar este concepto en la medida en que reproduce algunos

de los mismos errores que ya señalamos cuando nos referimos a la

definición de la OMS. En tal sentido creemos que puede resultar

esclarecedora la crítica que Paulo Cesar Nascimento (1992) dirige

contra este concepto. Aun sin tomar como punto de partida para

su análisis el pensamiento de Georges Canguilhem, este autor

deberá privilegiar necesariamente la pluralidad, la diversidad y la

singularidad, siendo que estos son elementos constitutivos de la

problematización arendtiana de la condición humana en la que

fundamenta sus reflexiones.

Según este autor, la conceptualización de la VIII Conferencia

acaba situando la salud y la enfermedad como fenómenos

superestructurales que reproducen, como una resultante o como

un reflejo, una única dimensión considerada como determinante

absoluta: la “base socioeconómica” o infraestructura económica.

Así, aquella que se propone como la forma más progresista e

innovadora de conceptualizar la salud, puede acabar por resultar

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políticamente poco operativa o simplemente inhibidora de acciones

efectivas. Como afirma Nascimento (idem, p. 189), “no es difícil

deducir a partir de esta conceptualización que sólo se podrá alcanzar

la salud plena transformando las formas de organización social de

producción, o sea instituyendo una nueva sociedad”. Siendo así,

esta definición nos coloca delante de un desplazamiento significativo.

La política de salud deja de tener un objetivo propio y pasa a ser

considerada como instancia de una estrategia más abarcadora: la

transformación social. No se consideran así las intervenciones

efectivamente realizadas que son pensadas como propias de

políticas reformistas.

Los riesgos de esta conceptualización son varios. En primer

lugar se pierde cualquier referencia a una especificidad biológica

o psíquica de la enfermedad, no se la toma en cuenta, siendo

excluida cualquier referencia a una dimensión “vital”. El ‘bios’ no

es mencionado ni siquiera como un elemento más entre todos los

que allí se explicitan. En segundo lugar, y como consecuencia de

esa omisión, parece quedar excluido de la polaridad salud-

enfermedad cualquier afección que no sea resultante de condiciones

sociales precarias, fenómeno que se desmiente cuando observamos

las condiciones de salud de países opulentos. Como afirma

Nascimento siguiendo a Hannah Arendt, la polaridad salud-

enfermedad no es sólo una resultante, sino también una constante

que nos remite a la polaridad insuperable y universal existente

entre la vida y la muerte. Sin pretender negar o disminuir la

importancia de la determinación social de la enfermedad, creemos

necesario señalar que una conceptualización operativa de ‘salud’

no puede reducir su alcance a un efecto de las desigualdades

sociales entendido como elemento exclusivo y excluyente.

Existe otro límite de la conceptualización dada por la VIII

Conferencia que se vincula con aquel que señalamos al hablar del

concepto de la OMS. Me refiero a la amplitud y extensión que

alcanza una definición agregativa en la que todos, absolutamente

todos, los órdenes de la existencia pueden ser pensados en términos

de salud-enfermedad: trabajo, alimentación, tiempo libre, placer

etc. En la medida en que aceptamos tal extensión corremos el

riesgo de que todos los ámbitos de la existencia de los hombres

puedan ser considerados como medicalizables. El ámbito de la

asistencia y del saber médico (con toda la amplitud que este término

implica) pueden ser extendidos inclusive a espacios aparentemente

tan subjetivos e individuales como es, por ejemplo, el de la

“felicidad”. A este respecto concordamos con la apreciación de

Nascimento relativa a los riesgos de esta extensión. “De la forma

en que se coloca la salud en las resoluciones de la VIII CNS,

queda la impresión de que el movimiento sanitario se quiere colocar

como ‘clase universal’ en la perspectiva que Marx le atribuía al

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proletariado, no restándole a las otras fuerzas nada para hacer. O

sea el movimiento sanitario desde esta perspectiva se erige como

el “rey filósofo” de la sociedad, es el que al colocar la cuestión de

la salud como eje de todas las transformaciones necesarias a la

sociedad termina “creyéndose con el derecho de tener la palabra

final sobre todas las luchas reivindicatorias existentes, en muchas

de las cuales, la salud aunque sea importante, no es el tema principal

ni el camino para reivindicaciones más radicales” (idem, ibidem,

p. 190). Intentar reducir todos los fenómenos de la existencia a la

dualidad salud-enfermedad puede llevar a equívocos, tanto a la hora

de exigir reivindicaciones y derechos que ni siempre pueden ser

pensados en términos de salud, como a la hora de legitimar una

extensión de respuestas “terapéuticas” para los conflictos sociales.

Resta finalmente problematizar el concepto de salud de la VIII

Conferencia a partir de las teorizaciones de Canguilhem. En primer

lugar, creemos que este retorno puede resultar operativo desde el

momento en que los conceptos de salud y enfermedad son pensados

en el interior de un juego que se establece entre determinaciones

sociales y límites o capacidades vitales. Este concepto supone una

polaridad entre el organismo y su medio social. Pero, podría

objetarse que aun cuando Canguilhem nos hable insistentemente

de esa polaridad, parece excluir una preocupación consistente y

claramente direccionada para esos determinantes sociales de las

enfermedades. Dicho de otro modo, se podría objetar que al hablar

de la necesidad de integrar esas infidelidades del medio como un

elemento indispensable para tematizar la salud, se corre el riesgo

de legitimarlas en lugar de combatirlas.

Creemos que es posible y necesario hacer otra lectura del

texto de Canguilhem. Si el concepto de salud se define por esa

capacidad de tolerancia para con las infidelidades del medio y si

se trata de un concepto relativo, en el sentido de que existen

personas más o menos saludables en situaciones concretas,

entonces podemos concluir que el mismo debe ser extendido,

no sólo a la capacidad de auto cuidado, señalada por Canguilhem

(1990a, p. 158) como un elemento central, sino que también

debe contemplar, y de un modo privilegiado, a todos esos

determinantes sociales que la definición de la VIII Conferencia

enumera. La distribución de la enfermedad en la población nos

habla directamente de la vinculación existente entre esa

propensión a caer enfermo y la falta de condiciones mínimas en

lo que se refiere a alimentación, habitación, educación etc. Si

pensamos por ejemplo en la tuberculosis, podremos observar

que los organismos menos saludables son aquellos que poseen

menor capacidad (falta de alimentación, de vivienda, de educación,

incapacidad de auto cuidado etc.) para tolerar y enfrentar esta

infidelidad (en este caso el bacilo de Koch) que su medio presenta.

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Lo mismo podemos decir si pensamos en el caso frecuente de

chicos desnutridos o con deficiencias por falta de alimentación y

de estimulación apropiadas. Muchas veces pueden sobrevivir en

circunstancias muy determinadas y controladas pudiendo ser

considerados como “normales”, compatibles con su medio. Pero,

si este medio es alterado, si pasamos de un medio restrictivo y

controlado para un medio plagado de infidelidades es muy posible

que no posean la capacidad para tolerarlas y entonces aquello que

era “normal” se convierte en patológico. Esto significa que capacidad

de tolerancia para enfrentar las dificultades está directamente

vinculada a valores no sólo biológicos sino también sociales (idem,

ibidem, p. 162).

La salud colectiva

Para concluir, es preciso que nos interroguemos por la

operatividad del concepto de salud esbozado por Canguilhem

cuando pretendemos hacer extensivo este concepto, ya no a sujetos

individuales, sino a grupos o poblaciones, esto es cuando nos

preocupamos por la salud pública. Sin duda, el concepto de la VIII

Conferencia perseguía un objetivo que no podemos dejar de

considerar. Ese objetivo es el de apuntar para esas carencias, esas

faltas, que inevitablemente son elementos determinantes en la

propagación de las más variadas enfermedades. Pero, el concepto

vulgar de salud del que nos habla ese autor nos invita a ser

cuidadosos con esa extensión.

Existe un elemento que muchas veces no se lo toma en cuenta

en el momento de programar políticas públicas y acciones

colectivas de salud. Se trata de un hecho que Canguilhem (1990b,

pp. 27-8) destaca al hablar de las intervenciones que la salud

pública realiza sobre las poblaciones. Recordemos la extensión

que Canguilhem hace del enunciado de Lerich: “La salud no es

sólo la vida en el silencio de los órganos, es también la vida en la

discreción de las relaciones sociales.”

Si consideramos este simple hecho que es la “discreción”,

veremos que el propio concepto de “salud pública” parece

objetable. Para Canguilhem (idem, p. 28) sería más correcto hablar

de “salubridad”. Esto porque la salud como fenómeno que no

posee una idea que le corresponda, como un fenómeno que es al

mismo tiempo presente y opaco, parece ser ajeno al espacio de lo

“público”. La salud se desenvuelve en el silencio cotidiano, en el

anonimato. “El hombre sano, que se adapta silenciosamente a sus

tareas, que vive su existencia en la libertad relativa de sus

elecciones, está presente en la sociedad que lo ignora.” La vida en

el silencio de los órganos reclama como contrapartida que ese

silencio sea ignorado, reclama la discreción de las relaciones. Por

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el contrario, quien solicita atención, quien precisa ser escuchado,

es aquel que se sabe y se siente enfermo. “Es el enfermo quien

pide ayuda, quien llama la atención.” Y es por eso que debería ser

la enfermedad, y no la salud, lo que se inscribe en el dominio de

lo “público”, de lo “publicitado”.

Si nuestro mundo es un mundo de accidentes posibles, de

dificultades e infidelidades y si la salud es entendida a partir del

conjunto de esos poderes que nos permiten, a cada uno de nosotros,

vivir bajo la imposición de ese medio que en principio no

escogimos, entonces es preciso y necesario que pensemos que la

“discreción” debe ser uno de los elementos, y no el menos

importante, a ser considerados a la hora de planificar políticas

públicas, tanto de asistencia como de prevención. Sin embargo,

para que esta discreción pueda ser efectiva, para que no se

transforme en “omisión”, debemos recordar una vez más que la

definición de salud esbozada por Canguilhem implica que ese

margen de seguridad y de tolerancia debe ser ampliado en un

máximo posible. La salud como producto implica no sólo seguridad

contra los riesgos, sino también capacidad para corregir ese margen

de tolerancia, ampliándolo de modo tal que nos permita enfrentarlos.

“Sin poder de expansión, sin dominio sobre las cosas, la vida es

indefendible” (idem, ibidem, p. 27). Podemos hablar de salud cuando

tenemos los medios para enfrentar nuestras dificultades y nuestros

compromisos. Y la conquista y ampliación de esos medios es una

tarea al mismo tiempo individual y colectiva.

“La salud es la libertad de darle al cuerpo de comer cuando

tiene hambre, de hacerlo dormir cuando tiene sueño, de darle

azúcar cuando baja la glicemia. No es anormal estar cansado o con

sueño, no es anormal tener una gripe ... . Puede que sea normal

tener algunas enfermedades. Lo que no es normal es no poder

cuidar de esa enfermedad, no poder ir a la cama y dejarse llevar

por la enfermedad, no poder dejar que las cosas sean hechas por

otros por algún tiempo, no poder parar de trabajar durante la gripe

y después poder volver” (Dejours, 1986, p. 11). Como vemos, la

salud entendida como margen de seguridad exige que integremos

aquellos elementos relativos a las condiciones de vida que fueron

enunciados en la definición ampliada de la VIII Conferencia.

Solamente que esa integración se da de un modo diferente. Pues,

tanto Dejours como Canguilhem parten de una misma suposición:

“La salud de las personas es un asunto ligado a las propias personas.

Esta idea es primordial y fundamental. No se pueden sustituir los

actores de la salud por elementos exteriores” (idem, ibidem, p. 8).

O dicho de otro modo, la frontera entre lo normal y lo patológico

sólo puede ser precisa para un individuo considerado

“simultáneamente”. Es cada individuo quien sufre y reconoce sus

dificultades para enfrentar las demandas que su medio le impone.

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GEORGES CANGUILHEM Y EL ESTATUTO

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Recebido para publicação em agosto de 1997.

miércoles, 28 de abril de 2010

फ्रयूद 2

14ª CONFERENCIA.

EL CUMPLIMIENTO DE DESEO



Señoras y señores: ¿Debo recordarles el camino que hemos dejado atrás? ¿Cómo en la aplicación de nuestra técnica tropezamos con la desfiguración onírica, acordamos soslayarla primero y recogimos en los sueños infantiles las referencias decisivas sobre la esencia del sueño? ¿Y cómo después, armados con los resultados de esta indagación, abordamos directamente la desfiguración onírica y -así lo espero- la vencimos paso a paso? Ahora bien, tenemos que confesarnos que lo hallado por un camino y lo hallado por el otro no coinciden del todo. Se nos plantea la tarea de componer esos dos hallazgos y ajustarlos uno al otro.

Desde ambos lados resultó que el trabajo del sueño consiste esencialmente en la trasposición de pensamientos a una vivencia alucinatoria. ¿Cómo puede acontecer eso? He ahí algo bastante enigmático, pero es un problema de la psicología general que no ha de ocuparnos aquí. Por los sueños infantiles averiguamos que el trabajo del sueño* se propone eliminar, mediante un cumplimiento de deseo, un estímulo anímico perturbador del dormir. De los sueños desfigurados no pudimos enunciar nada parecido antes de que supiéramos interpretarlos. Pero desde el comienzo esperábamos poder introducir los sueños desfigurados dentro de la misma perspectiva que obtuvimos para los infantiles. La primera confirmación de esta expectativa fue la intelección de que en verdad todos los sueños ... son sueños de niños, trabajan con el material infantil, con mociones anímicas y mecanismos infantiles. Ahora que consideramos haber vencido la desfiguración onírica, tenemos que emprender esta otra indagación: averiguar si la concepción de los sueños como cumplimiento de deseo tiene validez también para los desfigurados.

Poco antes sometimos a la interpretación toda una serie de sueños, pero omitimos por completo el cumplimiento de deseo. Estoy seguro de que muchas veces ustedes se vieron asediados por esta pregunta: ¿Dónde queda entonces el cumplimiento de deseo, que supuestamente es la meta del trabajo onírico? Esta pregunta es importante; en efecto, esto es lo que plantean nuestros críticos legos. Como ustedes saben, la humanidad tiene una tendencia instintiva a defenderse de las novedades intelectuales. Entre las exteriorizaciones de esa tendencia se cuenta la de reducir enseguida al mínimo el alcance de una novedad así, comprimiéndola si es posible en un lema. El cumplimiento de deseo es el lema escogido para la nueva doctrina del sueño. Los legos preguntan: ¿Dónde está el cumplimiento de deseo? Cuando escuchan que el sueño sería un cumplimiento de deseo, enseguida plantean esa pregunta y la responden por la negativa. Al punto se les ocurren incontables experiencias oníricas propias en que al soñar se anudó un displacer y aun una grave angustia; así la aseveración de la doctrina psicoanalítica del sueño se les hace bastante inverosímil. Fácil nos resulta responderles que el cumplimiento de deseo no puede ser evidente en los sueños desfigurados: hay que buscarlo primero. Por tanto, no es posible indicarlo antes de interpretar el sueño. Sabemos también que los deseos de estos sueños desfigurados son deseos prohibidos, rechazados por la censura; su presencia, justamente, fue la causa de la desfiguración onírica y el motivo para la intervención de la censura. Pero a los críticos legos es difícil hacerles admitir que antes de la interpretación del sueño no es lícito preguntar por el cumplimiento de deseo. Olvidan esto siempre, una Y otra vez. Su actitud negativa frente a la teoría del cumplimiento de deseo no es en verdad otra cosa que una consecuencia de la censura onírica, un sustituto y una emanación de la negativa con que tropezaron estos deseos oníricos censurados.

Desde luego, tendremos necesidad de explicarnos la existencia de tantos sueños de contenido penoso y, en particular, los sueños de angustia. Tropezamos aquí por vez primera con el problema de los afectos en el sueño, que merece por sí solo un estudio, pero del que desgraciadamente no podemos ocuparnos. Si el sueño es un cumplimiento de deseo, no podría incluir sensaciones penosas; en esto los críticos legos parecen tener razón. Pero es preciso tener en cuenta tres clases de complicaciones en que ellos no han reparado.

En primer lugar: puede ocurrir que el trabajo del sueño no logre plenamente crear un cumplimiento de deseo, de suerte que una parte del afecto penoso de los pensamientos oníricos quede pendiente y añore en el sueño manifiesto. El análisis tendría que mostrar entonces que esos pensamientos oníricos eran todavía más penosos que el sueño conformado a partir de ellos. Y eso es lo que en todos los casos puede demostrarse. Convenimos, entonces, en que el trabajo del sueño no ha alcanzado su fin, tal como el sueño de beber, provocado por un estímulo de sed, no logra su propósito de extinguirla. Uno sigue sediento y se ve forzado a despertarse para beber. No obstante, era un sueño cabal, no había resignado nada de su esencia. Tendríamos que decir: Ut desint vires, tamen est laudanda voluntas . Al menos el propósito, que claramente se reconoce, sigue siendo digno de alabanza. Tales casos de fracaso no son nada raros. Contribuye a ello el hecho de que para el trabajo del sueño es mucho más difícil alterar el sentido de los afectos que el de los contenidos; los afectos suelen ser muy resistentes. Hay casos en que el trabajo del sueño ha logrado refundir el contenido penoso de los pensamientos oníricos en un cumplimiento de deseo, mientras que el afecto penoso se abre paso todavía inalterado. En tales sueños el afecto para nada condice con el contenido, y nuestros críticos pueden decir que a tal punto el sueño no es un cumplimiento de deseo, que en él un contenido inofensivo puede sentirse como penoso. A este despropósito objetaremos que la tendencia del trabajo del sueño al cumplimiento de deseo sale a la luz de la manera más nítida justamente en los sueños de esa índole, porque está aislada. El error proviene de que el que no conoce las neurosis imagina demasiado íntimo el enlace entre contenido y afecto, y por eso no puede concebir que un contenido se retoque sin que la exteriorización de afecto correspondiente se altere también.

Un segundo factor, mucho más importante y que cala más hondo, descuidado igualmente por los legos, es el siguiente. Un cumplimiento de deseo tendría sin duda que brindar placer, pero también cabe preguntar: ¿a quién? Desde luego, a quien tiene el deseo. Ahora bien, sabemos que el soñante mantiene con sus deseos una relación sumamente particular. Los desestima {verwerfen}, los censura; en suma, no le gustan. Por tanto, un cumplimiento de ellos no puede brindarle placer alguno, sino lo contrario. La experiencia muestra entonces que eso contrario, que hemos de explicar todavía, entra en escena en la forma de la angustia. Por consiguiente, en su relación con sus deseos oníricos, el soñante sólo puede ser equiparado a una sumación de dos personas, que, empero, están ligadas por una fuerte comunidad. En lugar de toda una serie de ulteriores puntualizaciones, les ofrezco un conocido cuento en que reencontrarán idénticas relaciones. Un hada buena promete a una pareja pobre, marido y mujer, el cumplimiento de los tres primeros deseos que se les ocurran. Eso los llena de dicha y se proponen escoger con cuidado los tres deseos. Pero la mujer se deja seducir por el aroma de unas salchichas que cocinan en la choza vecina, y desea para sí un par de salchichas como esas. Y volando están ellas ahí; es el primer cumplimiento de deseo. Entonces el marido se enoja y en su ira desea que las salchichas le queden a su mujer colgadas de la nariz. También esto se consuma, y las salchichas no pueden removerse de su nuevo lugar; he ahí el segundo cumplimiento de deseo, pero el deseo fue del hombre: a la mujer no le gusta nada ese cumplimiento de deseo. Ya saben cómo sigue el cuento. Puesto que los dos en el fondo son uno, marido y mujer, el tercer deseo tiene que ser que las salchichas se aparten de la nariz de la mujer. Podremos aplicar este cuento muchas veces en otros contextos; aquí nos sirve sólo como ilustración de la posibilidad de que el cumplimiento de deseo de uno pueda significar displacer para el otro cuando los dos no están de acuerdo entre sí.

Ahora no nos resultará difícil llegar a una comprensión todavía mayor de los sueños de angustia. Sólo tendremos que utilizar una observación y decidirnos después a aceptar un supuesto en cuyo apoyo pueden aducirse muchas cosas. La observación es que los sueños de angustia a menudo tienen un contenido despojado de toda desfiguración; por así decir, se ha sustraído: de la censura. El sueño de angustia es muchas veces un cumplimiento no disfrazado de deseo, no desde luego el de un deseo admisible, sino el de uno reprobado. La angustia desarrollada ha ocupado el lugar de la censura. Mientras que del sueño infantil puede enunciarse que es el cumplimiento franco de un deseo permitido, y del sueño desfigurado común, que es el cumplimiento disfrazado de un deseo reprimido, al sueño de angustia sólo le conviene esta fórmula: es el cumplimiento franco de un deseo reprimido. La angustia es el indicio de que el deseo reprimido ha resultado más fuerte que la censura, le ha impuesto su cumplimiento de deseo o estuvo a punto de hacerlo. Concebirnos que eso que para él es cumplimiento de deseo, para nosotros, que nos situamos del lado de la censura onírica, sólo puede ser ocasión de unas sensaciones penosas y de la defensa. La angustia que entonces emerge en el sueño es, si lo prefieren, una angustia frente a la fuerza de estos deseos ordinariamente sofrenados {Niederhalten}. ¿Por qué esta defensa emerge en forma de angustia? No se lo puede colegir del estudio del sueño solo; se requiere, es evidente, estudiar la angustia en otros lugares.

Lo mismo que es válido para los sueños de angustia no desfigurados, tenemos derecho a suponerlo también para los que han experimentado una cuota de desfiguración y para los otros sueños de displacer cuyas sensaciones penosas probablemente corresponden a aproximaciones a la angustia. El sueño de angustia es, por lo común, un sueño de despertar; solemos interrumpir el dormir antes de que el deseo reprimido del sueño haya impuesto, contra la censura, su cumplimiento pleno. En este caso el sueño ha fracasado en su cometido, pero no por eso se modifica su esencia. Hemos comparado al sueño con el guardián nocturno o con un guardián del dormir que quiere preservárnoslo. También el guardián nocturno se ve en la coyuntura de despertar al durmiente, a saber, cuando se siente demasiado débil para ahuyentar por sí solo la perturbación o el peligro. No obstante, muchas veces se logra seguir durmiendo aunque el sueño empiece a ponerse peliagudo y a volcarse a la angustia. Nos decimos, dormidos: «Esto no es más que un sueño», y seguimos durmiendo.

¿En qué casos el deseo del sueño será capaz de vencer a la censura? La condición para ello puede ser llenada tanto por el deseo cuanto por la censura onírica. Por razones que se ignoran, el deseo puede cobrar alguna vez una hiper-intensidad; pero uno tiene la impresión de que más a menudo es la censura onírica la responsable de este desplazamiento de la relación de fuerzas. Tenemos ya averiguado que la censura trabaja en cada caso individual con intensidad diferente, trata a cada elemento con un grado de rigor diverso; ahora querríamos agregar él supuesto de que es absolutamente variable y no todas las veces aplica el mismo rigor al mismo elemento chocante. Si una vez las cosas se han conjugado de modo que se siente impotente frente a un deseo onírico que amenaza coparla, ella se sirve entonces, en vez de la desfiguración, del último recurso que le queda: abandonar el estado del dormir, con desarrollo de angustia.

Aquí paramos mientes en que no sabemos todavía en absoluto cuál es el motivo por el que estos deseos malignos, reprobados, se agitan justamente por las noches para turbarnos mientras dormimos. Difícilmente la respuesta no se encuentre en un supuesto referido a la naturaleza del estado del dormir. Durante el día, sobre estos deseos gravita la pesada presión de una censura que les hace imposible exteriorizarse mediante efectos cualesquiera. Por la noche, es probable que esta censura, como todos los otros intereses de la vida anímica, se recoja o al menos se rebaje fuertemente en beneficio de un único deseo, el de dormir. A este rebajamiento de la censura durante la noche deben entonces los deseos prohibidos el que les sea permitido agitarse de nuevo. Ciertos neuróticos insomnes nos confiesan que su insomnio fue inicialmente deliberado. No se atrevían a dormir porque sentían temor de sus sueños, vale decir, sentían temor de las consecuencias de esa aminoración de la censura. Mas no por eso el recogimiento de la censura significa un descuido grave. Lo habrán notado fácilmente: el estado del dormir paraliza nuestra motilidad; por más que nuestros propósitos malignos se empiecen a remover, no son capaces de hacer otra cosa más que un sueño, inocuo en la práctica. A. este tranquilizador estado de cosas alude la muy razonable observación que el durmiente suele hacer (aunque nocturna, no pertenece a la vida onírica): «Es sólo un sueño». Por eso le damos permiso y seguimos durmiendo.

Si, en tercer lugar, recuerdan ustedes la concepción según la cual el soñante que se revuelve contra sus deseos es equiparable a una sumación de dos personas separadas, pero conectadas estrechamente de algún modo, hallarán concebible otra posibilidad de que por la vía de un cumplimiento de deseo pueda producirse algo en extremo displacentero, a saber, una punición. Aquí puede servir de nuevo como ilustración el cuento de los tres deseos: las salchichas en el plato son el cumplimiento directo del deseo de la primera persona, la mujer; las salchichas en la nariz de esta son el cumplimiento de deseo de la segunda, el marido, pero a la vez el castigo por el necio deseo de la mujer. En las neurosis, después, reencontraremos también la motivación del tercer deseo, el único que nos queda pendiente del cuento. Ahora bien, hay muchas tendencias punitorias de esa índole en la vida anímica del hombre; son muy fuertes, y se puede hacerlas responsables de una parte de los sueños penosos. Ahora, quizá, dirán ustedes que de esa manera no queda en pie gran cosa del famoso cumplimiento de deseo. Pero sí lo miran más de cerca admitirán que no tienen razón. Por contraposición a la multiplicidad, que después mencionaremos, de lo que el sueño podría ser -y que, según muchos autores, de hecho es-, la solución cumplimiento de deseo cumplimiento de angustia cumplimiento de castigo es bien circunscrita. A esto se suma que la angustia es el opuesto directo del deseo, que los opuestos se sitúan particularmente próximos entre sí en la asociación y, como tenemos averiguado, coinciden en el inconciente. Además, considérese que el castigo es también un cumplimiento de deseo, el de la otra persona, la censuradora.

En conjunto, por consiguiente, no he hecho concesión alguna a la objeción de ustedes contra la teoría del cumplimiento de deseo. Pero estamos obligados a poner de manifiesto el cumplimiento de deseo en cualquier sueño desfigurado, y no queremos por cierto sustraernos de esta tarea. Recurramos al sueño, ya interpretado, de las tres malas localidades a cambio de 1 florín y 50 kreuzer, que ya tantas cosas nos ha enseñado. Espero que todavía lo recuerden ustedes. Una dama a quien su marido le comunica durante el día que Elisa, una amiga de ella sólo tres meses más joven, se ha comprometido, sueña que está sentada en el teatro con su marido. Un sector de la platea está casi vacío. Su marido le dice que Elisa y su prometido también habrían querido ir al teatro, pero no pudieron pues sólo les daban malas localidades, tres por 1 florín y 50. Ella piensa que tampoco habría sido una desgracia. Nosotros habíamos colegido que los pensamientos oníricos se referían al fastidio por haberse casado tan temprano y a la insatisfacción con su marido. Nos es lícito ser curiosos y averiguar el modo en que estos tristes pensamientos se refundieron en un cumplimiento de deseo, así como el lugar en que se encuentra su huella dentro del contenido manifiesto. Ahora ya sabemos que el elemento «demasiado temprano, apresuradamente» fue eliminado del sueño por la censura. La platea vacía es una alusión a eso. El enigmático «tres por 1 florín y 50» nos resulta más comprensible ahora con ayuda del simbolismo, que después hemos aprendido. El 3 en efecto, significa un hombre, y el elemento manifiesto es fácil de traducir: comprarse un marido a cambio de la dote. («Uno diez veces mejor habría podido comprarme a cambio de mi dote».) El casarse está sustituido, a todas luces, por el ir al teatro. El «procurarse demasiado temprano entradas para el teatro» está en reemplazo directo del casarse demasiado temprano. Empero, esta sustitución es la obra del cumplimiento de deseo. Nuestra soñante nunca estuvo tan insatisfecha con su temprano matrimonio como el día en que recibió la noticia de los esponsales de su amiga. En su tiempo estaba orgullosa de él y se consideraba aventajada frente a su amiga. Muchachas ingenuas suelen dejar traslucir, luego de sus esponsales, su alegría por el hecho de que pronto les estará permitido ir al teatro, a ver las piezas que hasta entonces tenían prohibidas; les estará permitido ver todo. Esa pizca de placer de ver o de curiosidad que aquí sale a la luz fue por cierto, al principio, un placer de ver sexual [escoptofilia], volcado a la vida sexual, en particular de los padres, y pasó a ser después un fuerte motivo que empujó a las muchachas al matrimonio temprano. De tal manera, la visita al teatro se convierte en un evidente sustituto alusivo del estar casado. En el fastidio actual por su casamiento temprano, ella se remonta por eso al tiempo en que era para ella un cumplimiento de deseo porque le satisfacía su placer de ver, y ahora, guiada por esa vieja moción de deseo, sustituye el casarse por el ir-al-teatro.

Podemos decir que no nos hemos rebuscado precisamente el ejemplo más cómodo para la pesquisa de un cumplimiento de deseo escondido. De manera análoga tendríamos que proceder en el caso de otros sueños desfigurados. No puedo hacerlo frente a ustedes, y meramente quiero enunciar el convencimiento de que se lo logra en todos los casos. Mas quiero demorarme en este punto de la teoría. La experiencia me ha enseñado que, de toda la doctrina del sueño, es uno de los que más peligros corren, y promueve muchas discordias y malentendidos. Además, quizás estén ustedes todavía bajo la impresión de que yo me retracté de una parte de mi aseveración cuando manifesté que el sueño era un deseo cumplido o lo contrario de esto, una angustia o una punición realizadas, y opinarán que ha llegado el momento de arrancarme otras restricciones. También he oído el reproche de que las cosas que a mí mismo me parecen evidentes las expongo de manera demasiado sucinta y, por eso, poco convincente.

Cuando alguien ha avanzado con nosotros hasta este punto en la interpretación de los sueños, aceptando todos sus aportes, no es raro que se detenga frente al cumplimiento de deseo y pregunte: «Concedido que el sueño en todos los casos posee un sentido, y que este puede ser puesto de manifiesto por la técnica psicoanalítica, pero, ¿por qué este sentido, a despecho de toda evidencia, ha de comprimirse siempre en la fórmula del cumplimiento de deseo? ¿Por qué el sentido de este pensar nocturno no podría ser tan vario como el del pensar diurno, vale decir, que el sueño correspondiera una vez a un deseo cumplido, la otra, como usted mismo ha dicho, a lo contrario de él o a un temor realizado, pero además pudiera expresar un designio, una advertencia, una reflexión con sus pros y sus contras, o un reproche, un prurito de la conciencia moral, un ensayo de prepararse para una prueba inminente, etc.? ¿Por qué precisamente siempre y sólo un deseo, o a lo sumo su contrario?».

Podría pensarse que una diferencia en este punto no sería importante si se está de acuerdo en todo lo demás. Basta, se diría, con que descubramos el sentido del sueño y los caminos que llevan a individualizarlo, y parece secundario que determinemos ese sentido demasiado estrictamente; pero no es así. Un malentendido en este punto atañe a la esencia de nuestro conocimiento del sueño y pone en peligro su valor para la comprensión de la neurosis. Esa suerte de avenimiento que en la vida de los negocios se aprecia como «buena voluntad» está fuera de lugar en la empresa científica y es más bien dañino.

Mi primera respuesta a esa pregunta, «¿Por qué el sueño no sería multívoco, en el sentido indicado?», reza como suele en tales casos: Yo no sé por qué no ha de serlo. Nada tendría yo en contra de ello. Que sea como le dé la gana. Una pequeñez se opone a esa concepción más amplia y cómoda del sueño, a saber, que en realidad las cosas no son así. Mi segunda respuesta destacará que tampoco a mí me es ajeno el supuesto de que el sueño responde a diversas formas de pensamiento y operaciones intelectuales. Una vez, dentro de una historia clínica, informé de un sueño que sobrevino tres noches sucesivas y después no lo hizo más, y expliqué ese comportamiento por el hecho de que el sueño respondía a un designio y no hacía falta que retornase luego de que se lo ejecutó. Más tarde he publicado un sueño que respondía a una confesión. Y si es así, ¿cómo puedo todavía contradecirme y aseverar que el sueño es siempre y es sólo un deseo cumplido?

Lo hago porque no quiero dejar pasar un tonto malentendido que puede costarnos el fruto de nuestros empeños en torno del sueño, un malentendido que confunde al sueño con los pensamientos oníricos latentes y enuncia sobre él algo que pertenece única y exclusivamente a estos últimos. En efecto, es enteramente cierto que el sueño puede subrogar todo eso y ser sustituido por todo eso que antes enumeramos: un designio, una advertencia, una reflexión, una preparación, un intento de solucionar una tarea, etc. Pero si ustedes lo miran bien, reconocerán que todo eso no es válido sino para los pensamientos oníricos latentes que han sido trasmudados en el sueño. Por las interpretaciones de los sueños se enteran ustedes de que el pensar inconciente de los hombres se ocupa de esos designios, preparaciones, reflexiones, etc., con los cuales después el trabajo del sueño confecciona al sueño. Si por el momento a ustedes no les interesa el trabajo del sueño, pero les interesa mucho el trabajo de pensamiento inconciente del hombre, eliminen entonces el primero y enuncien del sueño esto que en la práctica es totalmente correcto: él responde a una advertencia, a un designio, etc. En la actividad psicoanalítica este caso se da a menudo: las más de las veces el empeño apunta exclusivamente a volver a descomponer la forma del sueño y a insertar en su lugar dentro de la trama los pensamientos latentes de los que el sueño ha nacido.

Y así, como de pasada, por la apreciación de los pensamientos oníricos latentes venimos a enterarnos de que todos esos actos anímicos que hemos mencionado, de alta complejidad, pueden ocurrir inconscientemente. ¡Resultado tan grandioso cuanto desconcertante!

Pero, para volver atrás: ustedes tienen toda la razón si ponen en claro que se han valido de un giro abreviado, y no creen que deban referir esa mentada multiplicidad a la esencia del sueño. Cuando hablan del «sueno» tienen que aludir al sueño manifiesto, vale decir, al producto del trabajo del sueño, o a lo sumo al trabajo mismo del sueño, o sea, a aquel proceso psíquico que a partir de los pensamientos oníricos latentes forma al sueño manifiesto. Todo otro empleo de la palabra es conceptualmente confuso, y sólo puede provocar perjuicios. Si con sus asertos ustedes apuntan a los pensamientos latentes que hay tras el sueño, tienen que decirlo directamente y no ocultar el problema del sueño valiéndose de un modo de expresión más difuso. Los pensamientos oníricos latentes son el material que el trabajo del sueño remodela en el sueño manifiesto. ¿Por qué a toda costa se empeñan ustedes en confundir el material con el trabajo que lo informa? ¿En qué aventajarían a quienes sólo conocieran el producto del trabajo y no pudieran explicarse de dónde proviene y cómo está hecho?

Lo único esencial en el sueño es el trabajo que ha operado sobre el material de pensamientos. No tenemos derecho alguno a pasárnoslo por alto en la teoría, por más que en ciertas situaciones prácticas nos sea lícito descuidarlo. La observación analítica muestra, también, que el trabajo del sueño nunca se limita a traducir estos pensamientos a los modos de expresión, arcaicos o regresivos, que ya conocen ustedes. En cambio, por regla general agrega algo que no pertenece a los pensamientos latentes del día, pero que es el genuino motor de la formación del sueño. Este agregado indispensable es el deseo, igualmente inconciente, para cuyo cumplimiento es remodelado el contenido del sueño. El sueño puede ser todo lo que se quiera mientras ustedes sólo tomen en cuenta los pensamientos subrogados por él: advertencia, designio, preparación, etc.; es siempre también el cumplimiento de un deseo inconciente, y es sólo esto si ustedes lo consideran como resultado del trabajo del sueño. Un sueño, por tanto, nunca es un designio o una advertencia, pura y simplemente, sino siempre un designio, etc., traducido al modo de expresión arcaico con el auxilio de un deseo inconciente y remodelado para el cumplimiento de estos deseos. Uno de esos caracteres, el cumplimiento de deseo, es el constante; los otros pueden variar; pueden ser a su vez también un deseo, de suerte que el sueño figure como cumplido un deseo latente del día con el auxilio de un deseo inconciente.

Yo comprendo muy bien todo esto, pero no sé si he logrado hacerlo comprensible también para ustedes. Además, tropiezo con dificultades para probárselo. Por una parte, eso no se obtiene sin el cuidadoso análisis de muchos sueños y, por la otra, este punto, el más espinoso e importante de nuestra concepción del sueño, no puede exponerse de manera convincente sin referirlo a lo que viene después. ¿Acaso pueden creer ustedes, en vista de la íntima trabazón de todas las cosas, que uno pueda penetrar muy hondamente en la naturaleza de una de ellas sin haberse ocupado de otras cosas de naturaleza parecida? Puesto que todavía nada sabemos de los parientes cercanos del sueño, de los síntomas neuróticos, tenemos que conformarnos también aquí con lo alcanzado. Sólo quiero elucidar frente a ustedes un ejemplo más, y plantear una nueva consideración.

Tomemos de nuevo aquel sueño al que ya varias veces volvimos, el de las tres localidades de teatro a cambio de 1 florín y 50. Puedo asegurarles que al principio eché mano de él sin propósito alguno, en calidad de ejemplo. A los pensamientos oníricos latentes ya los conocen ustedes: fastidio por haberse apresurado tanto en casarse, frente a la noticia de que su amiga recién acaba de comprometerse; menosprecio por su marido, la idea de que habría conseguido uno mejor con que sólo hubiera esperado. Al deseo que ha hecho de estos pensamientos un sueño ya lo conocen también: es el placer de ver, el de poder ir al teatro, muy probablemente una ramificación de la curiosidad antigua de averiguar por fin lo que pasa cuando uno se casa. Como es sabido, esta curiosidad se dirige en los niños, por regla general, a la vida sexual de los padres; es, por consiguiente, infantil y, en la medida en que continúa presente más tarde, es una moción pulsional cuyas raíces llegan hasta lo infantil.

Pero la noticia que recibió ese día no brindó ocasión alguna para que despertase ese placer de ver; meramente, para el fastidio y el arrepentimiento. Esa moción de deseo no pertenecía en principio a los pensamientos latentes, y pudimos enhebrar en el análisis el resultado de la interpretación del sueño sin atender a ella. El fastidio tampoco era en sí soñable; del pensamiento: «Fue un disparate casarse tan temprano», no podía nacer un sueño antes que a partir de él se despertase el viejo deseo de ver, de una buena vez, lo que ocurre cuando se está casado. Este deseo formó, pues, el contenido del sueño sustituyendo el casarse por el ir-al-teatro, y le dio la forma de un cumplimiento de deseo anterior: «Así, me es permitido ir al teatro y mirar todo lo prohibido, y tú no puedes hacerlo; yo estoy casada y tú debes esperar». De tal modo, la situación presente se mudó en su contraria, fue puesto un viejo triunfo en el lugar de la derrota reciente. Colateralmente, a la satisfacción del placer de ver se entrelaza una satisfacción del egoísmo competitivo. Ahora esta satisfacción determina el contenido manifiesto del sueño, donde realmente se dice que ella está sentada en el teatro, mientras que la amiga no pudo entrar. Los fragmentos del contenido del sueño tras los cuales todavía se ocultan los pensamientos oníricos latentes se sobre-imponen a esa situación de satisfacción como una modificación discordante e incomprensible. La interpretación del sueño tiene que prescindir de todo cuanto sirve a la figuración del cumplimiento de deseo, y recobrar, partiendo de esas indicaciones, los penosos pensamientos oníricos latentes.

La nueva consideración que quiero presentarles se propone dirigir la atención de ustedes a los pensamientos oníricos latentes, empujados ahora al primer plano. Les ruego no olviden que ellos son, en primer lugar, inconscientes para el soñante; en segundo lugar, enteramente comprensibles y coherentes, de suerte que se dejan comprender como reacciones naturales frente a la ocasión del sueño; en tercer lugar, que pueden tener el valor de una moción anímica o una operación intelectual cualesquiera. Ahora, con más rigor que antes, llamar a estos pensamientos «restos diurnos», los confíese o no el soñante. Separo entonces restos diurnos y pensamientos oníricos latentes, designando con este último título, en armonía con nuestro uso anterior, a todo cuanto averiguamos a raíz de la interpretación del sueño, mientras que los restos diurnos son sólo una parte de aquellos. Así pues, nuestra concepción desemboca en que a los restos diurnos se les suma algo, algo que también pertenecía a lo inconciente, una moción de deseo intensa, pero reprimida, y esta sola es la que ha posibilitado la formación del sueño. La repercusión de esta moción de deseo sobre los restos diurnos crea el otro sector de los pensamientos oníricos latentes, aquel que ya no tiene que aparecer racional ni concebible desde la vida de vigilia.

Para la relación de los restos diurnos con el deseo inconciente, me he servido de una comparación que no puedo sino repetir aquí. Para cualquier empresa se requiere de un capitalista que sufrague los gastos, y de un empresario que tenga la idea y sepa llevarla a cabo. En la formación del sueño, el papel del capitalista lo desempeña siempre y sólo el deseo inconciente: él presta la energía psíquica para la formación del sueño; el empresario es el resto diurno que decide acerca del uso de ese gasto. Ahora bien, el propio capitalista puede tener la idea y la pericia, o el empresario mismo poseer capital. Esto simplifica la situación práctica, pero dificulta su comprensión teórica. En la economía política, aunque tal sea el caso, siempre se descompone a esa persona única en sus dos aspectos de capitalista y de empresario, y así se restablece la situación básica de la cual partió nuestra comparación. En la formación del sueño se presentan estas mismas variaciones; dejo a cargo de ustedes el proseguirlas.

Aquí no podemos seguir adelante, pues es probable que hace largo tiempo los inquiete a ustedes un reparo que merece ser escuchado. «¿Son los restos diurnos -me preguntan- realmente inconscientes en el mismo sentido que el deseo inconciente que debe agregárseles para hacerlos soñables?». Van ustedes por buen rumbo. Ahí está el punto donde salta toda la cosa. Ellos no son inconscientes en el mismo sentido. El deseo del sueño pertenece a un otro inconciente, a aquel que hemos individualizado como de origen infantil, provisto de mecanismos particulares. Sería totalmente apropiado diferenciar estas dos maneras de lo inconciente mediante designaciones diversas. Pero, para ello, preferimos esperar hasta que nos familiaricemos con el campo de fenómenos de las neurosis. Se nos ha echado en cara que hablar de un inconciente es ya una extravagancia; ¿qué se dirá ahora si confesamos que no nos basta con menos de dos de ellos?.

Interrumpamos aquí. Otra vez, han debido conformarse con algo incompleto; pero, ¿no es reconfortante pensar que este saber tiene continuación, y que esta será producida por nosotros mismos o por quienes nos sigan? ¿Y acaso nosotros mismos no hemos averiguado gran cantidad de cosas nuevas y sorprendentes?